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El siglo XXI comenzó con una pandemia. Los siglos no empiezan cuando lo marca el calendario, sino cuando se escribe su historia. Y la nuestra, personal y colectiva está marcada por el COVID del 2020. Han cambiado muchas cosas y en poco tiempo. Y lo venidero ya no será igual. La vida nos obliga a no resignarnos, a luchar por un nuevo modelo de relaciones políticas y económicas que hagan posible mejorar la herencia que dejamos a nuestros hijos y nietos.
Este vertiginoso año nos ha enseñado mucho, tanto como nos ha llenado de incertidumbres. Hemos aprendido que el planeta no nos pertenece, nosotros somos los que pertenecemos a un planeta, de cuya salud depende la nuestra. Y esta salud, planetaria se muestra frágil y en estrecha relación con nuestra economía. La riqueza y el crecimiento retroceden ante la pandemia. La resiliencia de los países ante el embate es directamente proporcional a su capacidad de gobernanza política, y a sus sistemas de salud, educación e investigación.
Los retos económicos post pandemia dependen de una sólida gestión global y local de los gobiernos en la solución de problemas comunes: la distribución de la riqueza, la recuperación ciudadana de la gobernanza política arrebatada por los poderes económicos, y un desarrollo ecológicamente sostenible. Sabemos que esta buena gestión es la base del bienestar del siglo XXI. Podemos, luego debemos. Pero también hemos avanzado. Un buen número de cambios se han acelerado y nos hemos adaptado. Europa ha mostrado su cara más solidaria. Era inimaginable que los países más ricos se pusieran de acuerdo para emitir eurobonos afín de que los países más necesitados accedan a una financiación que, en la práctica, está garantizada por los países más solventes. 140.000 millones. Y ha hecho posible una vacunación rápida y homogénea para toda Europa.
Tras la mayor recesión económica desde la guerra civil, la incertidumbre sobre la recuperación sigue instalada entre nosotros. Lo perdido en unos meses no se recuperará en tres años. Y las desigualdades han aumentado, puesto que la caída ha afectado a múltiples colectivos vulnerables, particularmente a toda una generación joven. Sus protestas pueden ser la punta de un iceberg de un estallido social grave.
Las convenciones económicas clásicas ya no funcionan. De ahí que la importancia de los buenos gobiernos sea crucial: las grandes reformas son posibles, en lo económico, en lo social y en lo laboral, sin que el mundo se detenga. Muy al contrario, empeora si no se llevan a cabo. Y los planes expansivos, gestionados con eficacia y equidad, son necesarios.
Somos conscientes de graves errores cometidos: la desatención de los servicios y trabajadores esenciales, el deficiente cuidado residencial de los ancianos, la brecha digital en la educación, el abandono de los espacios rurales, la importancia de la movilidad, la irrupción imprevista del comercio electrónico, la desatención de los países pobres del planeta. Sabemos qué sectores son los perdedores, sepamos ayudar con justicia y eficiencia.
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