Lo del Rey
Confieso que me ha costado escribir estas líneas. Y más aún, mandarlas al periódico. Mucho. No soy monárquico. Sí me considero demócrata. Y desde esa ... convicción, me preocupa comprobar cómo, en medio de la polarización política y la degradación de la vida pública, la figura del Rey aparece prácticamente como la única referencia sólida de mesura y estabilidad, particularmente en los momentos de crisis. Y no lo digo porque Felipe VI haya desplegado un liderazgo extraordinario, sino porque los partidos, muchos gobiernos y sus dirigentes están renunciado al suyo a pasos de gigante.
La política de nuestro país vive atrapada en un bucle de crispación. Lo de menos ya es quién fue el primero en tirar la piedra en esta pelea en la que la descalificación sustituye al argumento y la táctica electoral al proyecto de país. En ese ambiente, unas veces enrarecido y otras irrespirable, las instituciones se debilitan y la ciudadanía se aleja con una mezcla de hastío y resignación. Y es en ese vacío donde emerge la monarquía, engrandecida en la misma medida en que la política se empequeñece.
Las últimas dos crisis natural-ambientales lo han dejado en evidencia. Ante la dana, ante los incendios, han sido el Rey y la Reina quienes han aparecido en primera línea a pie de calle, cumpliendo con su papel institucional, sí, pero también ocupando un espacio que debería haber correspondido a quienes gobiernan y a quienes aspiran a hacerlo. Su presencia ha sido percibida como un gesto de cercanía y serenidad, mientras las y los líderes políticos e institucionales han parecido estar más preocupados en ajustar cuentas que en dar respuestas.
Cuando asistíamos a la devastación en directo y los cuerpos aún estaban calientes, ¿de verdad que era relevante la discusión sobre las competencias de cada institución? Y, por cierto, ¿en qué quedó la discusión? ¿Qué reformas procedimentales, competenciales o legales van a proponer nuestros partidos y gobiernos? Porque, al parecer, una vez terminadas las lluvias torrenciales o apagados los fuegos, nuestros representantes ya han pasado pantalla. Como si no fuera a ocurrirnos otra vez no demasiado tarde. En fin.
En la Transición, muchos ciudadanos de izquierdas, incluso comunistas, se reconocían «juancarlistas» sin ser monárquicos. Hoy, de forma parecida, empiezan a surgir «felipistas». No porque Felipe VI haya construido un relato arrollador, sino porque, comparado con la mediocridad reinante, encarna cierta idea de continuidad y de responsabilidad. Y eso, en un país instalado en el enfrentamiento permanente, ya es mucho. Quizá eso sea «lo del Rey»: ocupar un lugar que no le correspondería si la política estuviera a la altura. Amarga paradoja: cuanto más se degrada el debate público, más se prestigia una institución que muchos dábamos por amortizada.
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