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Escultura del embotellador y encorchador, situada en la calle Lucrecia Arana. RAFAEL LÓPEZ-MONN

Haro honra con esculturas sus oficios

Los trabajos del campo y los de los artesanos se honran con estatuas en las calles y plazas de la localidad

iratxe lópez

Jueves, 31 de octubre 2019, 07:36

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En Haro huelen a vino incluso sus esculturas. Saben a caldo o, al menos, recuerdan su historia. A vino y a campo, también a música, aunque todo tenga que ver en el fondo con las bodegas. Museo al aire libre, estas tallas esperan al público con ansia contemplativa. Son siete. Pétreas, inmóviles. Como si un sortilegio las hubiera congelado rezan su letanía artística confiadas en que alguien las aprecie. Que se detenga ante sus ojos grises y observe sus arrugas. La posición de unas manos que ni ahora dejan de trabajar. El gesto concentrado de quien domina su arte. El homenaje a estos oficios se rinde en la calle, rememora labores presentes antaño en la comarca, actividades que regalaron futuro a sus habitantes. Tradición y arte se funden en un recorrido alternativo que servirá para hacer boca a la recomendación de hoy.

Haro (La Rioja)

Anselmo Iglesias Poli firma la primera de ellas, el Alpargatero (C/ Carrión). Recuerda las fábricas de este calzado, incluso la existencia de buen número de vecinos dedicado a su confección a pequeña escala. El gremio gozó de fuerza en la ciudad hasta mediado el siglo XX, fueron sonadas sus huelgas. Para ellos era importante sentirse protegidos de los malos tiempos y de las inclemencias pues trabajaban en la calle. Ayudados por una pequeña mesa con asiento incorporado. Sobre un pivote de madera apoyaban la suela de esparto para aplicar el cosido con hilaza de yute con la lezna o punzón.

La segunda estatua, de Teodoro Antonio Ruiz, cuenta la historia del Embotellador y del Encorchador (C/ Lucrecia Arana). Cuando el vino decía adiós a la barrica y hola a la botella, los trabajadores más experimentados de la bodega se dedicaban a ambas labores en el momento que lo ordenaba el maestro bodeguero, para evitar decantaciones. Un encorchado meticuloso prevenía mermas, aunque la postura no era cómoda, sedente durante horas.

La hortelana representa a las agricultoras. RAFAEL LÓPEZ-MONN

El vino formaba parte de la economía familiar pero, para complementar sus ingresos, llegó la Hortelana, a quien homenajea Ángel Gil Cuevas (C/ Siervas de Jesús). Ofrecía productos locales de calidad desde puestos en la plaza de abastos, la denominada Plaza de la verdura. Un sainete localista quiso mantener vivas a estas mujeres. Su nombre, 'Vega la jarrera'. El mismo Anselmo Iglesias Poli modeló el cuerpo de El Vinatero (Plaza de Juan G. Gato). En pleno siglo XIX muchos comerciantes al por menor y pequeños productores de caldo instalaron tiendas en el portal de casa, en esquinas y pasos estratégicos. Transportaban el vino en garrafones, traspasándolo a la botella con embudo si el comprador prefería ese recipiente al clásico jarrillo. Por entonces no existían las tabernas, pero sufrieron la competencia de vendedoras que se movían por el casco antiguo.

El Botero era indispensable para el devenir diario, por eso Ángel Gil Cuevas le dedica otra escultura (Plaza de la Cruz). Caldo y aceite debían ser trasladados en recipientes seguros. Así nacieron los odreros, artesanos que trabajaban la piel de cabra para fabricar pellejos de vino. Con los franceses llegaron las barricas. Los toneleros desplazaron a los odreros que acabarían llamándose boteros, pues se especializaron en crear botas de piel para romerías.

Anselmo Iglesias homenajea con esta escultura a los alpargateros. RAFAEL LÓPEZ-MONN

Conocidos ya los Toneleros, Cándido Pazos dibuja su forma en la plaza desde la que parten las calles Santo Tomás y San Martín. La barrica de 220 litros se convirtió en el recipiente preferido. Había tanto trabajo que muchos carpinteros llegaron desde los puertos de Bermeo, Lekeitio y Ondarroa para cubrir la demanda. El paisaje se llenó de fuegos que domaban duelas y de nuevos ricos que encendían los habanos con billetes.

Aquella bonanza económica trajo consigo sones de alegría, por eso Teodoro Antonio Ruiz dedica la última pieza a un Músico (Plaza Florentino Rodríguez). Quienes llevaban dinero en el bolsillo querían gastarlo en actividades culturales. Por ese motivo empezaron a multiplicarse las bandas jarreras, que se hicieron escuchar especialmente desde el año 1840.

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