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Keynes predijo en 1930 que a principios de nuestro siglo habríamos alcanzado tal nivel de crecimiento que todas las necesidades humanas de todo el planeta ... estarían cubiertas y serían suficientes 15 horas de trabajo semanal. Habríamos llegado a la «tierra prometida». Pero no anticipó que nuestra condición humana tiene un apetito insaciable y que jamás habrá recursos suficientes para satisfacer los deseos de todos. No nos conformaremos con cubrir necesidades básicas porque es el deseo el que genera la necesidad.
Los resultados de la investigación del Club de Roma en 1972 concluían que el principal problema era precisamente nuestra obsesiva preocupación por el problema económico. Meadows señalaba que no podíamos pensar en el crecimiento permanentemente. El informe, tachado de todo menos de objetivo, tuvo muy mala aceptación. No estábamos preparados para reconocer que las mismas razones que nos llevaron al progreso humano -productividad, energía, ambición, capacidad de trabajo- nos llevarían a nuestra perdición. Hoy en día, la comunidad científica está de acuerdo en que la magnitud del desastre ecológico nos obliga a reconducir la situación. El crecimiento económico permanente no es una condición necesaria para la supervivencia del planeta y de los que lo habitamos. Es, más bien, su perdición.
Aceptar esta idea nos conduce a redefinir la propia definición del trabajo. El trabajo humano es mucho más que la forma en que nos ganamos la vida y satisfacemos nuestras necesidades al percibir una remuneración. Porque no todo el trabajo es compensado con un salario. En demasiadas ocasiones, el mercado no reconoce la utilidad de nuestras ocupaciones. Y cuando le reconoce un valor monetario, en absoluto coincide con la energía dedicada, ni con la real cobertura de necesidades básicas de la sociedad que se atienden con su desempeño.
Nunca hemos dispuesto en el planeta de tal abundancia de recursos debidos al trabajo y nunca han estado tan mal repartidos. ¿Qué es el trabajo entonces? ¿Una maldición bíblica de las que nos salvan solo los días dedicados a Dios, sábado o domingo? ¿Un castigo que sufrimos como una necesidad vital? En las primeras sociedades, el hombre mantenía una relación amable con el planeta, cazaba y comía los frutos de la naturaleza, no acumulaba. Y, contra lo que se piensa, no pasaba hambre. Hoy, el trabajo no tiene una consideración de valor, sino de coste de una mercancía.
El sistema ha convertido el planeta y el trabajo en una mercancía, y el mercado de trabajo reposa sobre una ficción jurídica. El 'capital humano', término de actualidad, es una noción que proviene de Stalin ('El hombre, el capital más precioso', 1935). El único sentido material del concepto es el que lo identificaba con un valor monetario en el activo de la contabilidad de los comerciantes y propietarios de esclavos. Y hoy las personas son concebidas como un 'capital natural', intangible, al que podemos fijar un precio de mercado. Esto explica bien que solo el 10% de los empleados en Europa se siente implicado en su trabajo. El 20% está 'activamente no implicado' (estudios Gallup).
En muchas ocasiones, el trabajo no se justifica en la promesa de un salario suficiente merecido por el trabajador, sino en la amenaza de la salida del mercado, en la caída en la pobreza y la exclusión, una suerte de management por miedo. Así, el endeudamiento financiero para la cobertura de necesidades de las personas se convierte en un arma de disuasión social masiva, aceptando toda suerte de trabajos que ayuden a salir del agujero. «Es la economía, estúpido». Un ascensor social roto y sin 'trabajadores' que lo arreglen. Y, sin embargo, muchos seguirán trabajando para arreglar ese necesario ascensor, empeñados por un trabajo decente. La Iglesia de Bizkaia apoya hoy domingo a quienes se empeñan «en defensa de un trabajo digno para todas las personas» (Joseba Segura, obispo de la diócesis de Bilbao).
La razón de ser de una empresa debe ser la de compartir la riqueza obtenida como un bien común, lo que daría sentido y significado al trabajo. El arte de dirigir una organización de personas se identifica mucho más con el jardinero que pone toda su atención en crear las condiciones para que cada planta eclosione con sus propios genes y medios que con el pastor que conduce un rebaño a donde quiere, con perro y bastón.
Necesitamos jardineros que, con sus mejores herramientas, estimulen las capacidades de sus personas, emancipadas de su condición de mercancía, en el contexto de una organización que garantice el espacio de la libertad, la responsabilidad y la creatividad, donde el buen hacer personal esté reconocido. El trabajo-mercancía al servicio de objetivos exclusivamente financieros carece de sentido en un tiempo de transiciones.
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Silvia Cantera, David Olabarri y Gabriel Cuesta
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