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En escena con los 'Rolling' de las verbenas
Los 18 artistas de la orquesta Nueva Alaska encadenan sin descanso bolos y kilómetros a lo largo del verano. Así es un día con la 'superorquesta modesta'
Ese cristalito roto... Suenan los primeros acordes de 'Malamente' y el público se viene arriba. Música en directo, un cuerpo de baile que replica cada ... movimiento de aquella coreografía de la MTV... Incluso ella lleva ese mono rojo apretadísimo, ese que deja los cachetes del culo al aire. Pero la que está en el centro del escenario de la plaza España no es Rosalía, claro. Es Nariela, la estrella de la Nueva Alaska, una de esas 'superorquestas modestas' que sirven, de fiesta patronal en fiesta patronal, un espectáculo de altos vuelos. El lunes se trajeron a Vitoria su show de 30.000 watios, 18 artistas en escena, 35 canciones del tirón, luces, humo, purpurina y confeti a granel... Son unos currelas de la música. Y así 24 de los 30 días que tiene agosto.
Tiene 22 años y una voz de cisne. Naiara Moreno es una de esas tías que parecen llevar la pose de diva pop en el ADN. Por la seguridad con la que pisa en el escenario, por cómo se enfrenta a la prueba de sonido -entona notas imposibles (mi-mi-mi-mi-miiiiiii) mientras manda whatsapps- te das cuenta de que, algún día, se zampará la industria musical. De momento, ha comenzado a bocados de asfalto, en la zaragozana Nueva Alaska, de pueblo en pueblo, haciéndose un hueco en este mundillo verbenero en el que las orquestas gallegas imponen su ley. Lo petan. «La Panorama es el referente de todos y nosotros tenemos a un batería que estuvo allí», señala el técnico Iván González hacia un barbado de brazos como columnas jónicas. Y esto lo dice con orgullo, como si el que estuviera a los platos fuera el mismísimo Charlie Watts. Sin complejos. Al fin y al cabo, ellos son los Rolling de las verbenas.
Son las tres de la tarde y el sol cae a plomo en la plaza España. Los trabajadores del equipo técnico y de montaje curran a destajo para levantar un escenario «que está a la altura de los que llevan los grupos famosos», evidencia Alberto Díaz con la frente perlada de sudor y la camiseta empapada. Junto a sus cuatro compañeros se han subido a pulso cada bafle, cada foco, cada mesa de sonido, cada máquina de efectos que se despliegan y que hacen palidecer a muchas grandes bandas, con hasta 85 pantallas de led. Todo para dejar boquiabierto al personal.
Faltan tres horas para el concierto y los técnicos todavía no han terminado un montaje que recuerda al plató de un talent show. El fulgor de los focos contrasta con un backstage doméstico, improvisado y ambulante. De unos percheros atiborrados cuelga un vestuario cortado por el patrón del puro delirio 'kitsch': brillos, lentejuelas, flecos faldas minúsculas, plumas, dorados... La orquesta se ha traído toda una furgoneta para el vestuario porque, a lo largo de su concierto, los cantantes y las bailarinas se habrán cambiado de modelito una veintena de veces.
Un bajista con Grammy
Moviendo los hilos de todo este tremendo 'tinglao' verbenero, el zaragozano Ángel Lasheras, también conocido con el nombre artístico de El ruiseñor de Pastriz. Triunfó en el muy exigente mundo de la jota aragonesa y, más tarde, demostró tener un olfato finísimo para los negocios. Compró la orquesta para convertirla «en una de las mejores de España». Hoy tiene el cuentakilómetros de la furgoneta empachado y ha armado un grupo artístico de campanillas que da la talla en los 140 bolos que tienen previsto oficiar este año. Sí, un concierto cada tres días. «La mayoría, en verano, pero durante el invierno no paramos de trabajar, en casinos y también en fiestas, en actuaciones más de día», remacha. Sus músicos -entre ellos, un bajo prodigioso que ganó un Grammy con Niña Pastori- tienen un contrato anual, algo que les permite una cierta estabilidad económica que ya quisieran para sí las bandas del indie patrio. «No es nada común en el sector y esto nos permite vivir de esto que es algo que si lo piensas, no es nada fácil», resume la bailarina Maite Haztiz mientras apura un tupper. Porque, sí, ellos tienen clarísimo que más que estrellas de la música son picapedreros del pentagrama. Aquí no hay rastro de vanidad: son ellos mismos los que se maquillan y peinan, los que arriman el hombro con los cables cuando toca.
Con el 'I'll survive' arrancan tres horas de concierto, con un repertorio de 35 temas (algunos de ellos, 'popurrís' con estrofas de hasta media docena de canciones distintas) que transita entre géneros tan antagónicos como el rock, la cumbia, el reggaeton o el pop aflamencado. Los cantantes demuestran con cada nota una versatilidad tremenda, al alcance de muy pocos. «Aquí hay más nivel musical que muchos de los que están en las listas de éxitos», suelta John Asker, -por si había alguna duda, puntualiza que este es su nombre artístico-, un rubio pecoso, con formación en lírico, que lo mismo se marca una de David Bisbal que le da al repertorio de la tradición más cañí.
La actuación es una borrachera de color, un desfile de jóvenes de carnes prietas, de gorgoritos, con las máquinas Wfogger 530 echando humo y los focos Beam 200 proyectando luces cegadoras. El bolo termina a las 3.00. Los artistas, exhaustos, con agujetas en las voces. Del escenario van derechitos a la furgo, en ruta hacia Zaragoza. Mañana toca bis. Otro más. Hay bolo en un pueblo de Cuenca. ¿Rosalía aguantaría este ritmo endiablado? Tra-tra.
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