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Vaso y jarras de txakoli del chacolí Sanverde de Begoña (Museo Vasco) e ilustración de un chacolí bilbaíno (revista Vida Vasca, 1927)
Historias de tripasais

El florido (y olvidado) vaso de txakoli

Este vino se servía antiguamente en unos estrechos vasos de cristal que lucían unas decorativas estrías y se llamaban «de lirio» o «de campanilla»

Viernes, 31 de mayo 2024, 17:47

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Tengo miedo a las copas de vino. En casa las manejo como si fueran pequeñas bombas de relojería cristalizada, listas para romperse en cualquier momento y cortarme, ya que están, un par de necesarios dedos. Sufro cuando las saco del armario, cuando las lavo, cuando las seco y cuando luego las vuelvo a guardar, aunque —extrañísimamente— no cuando las uso. Las convenciones sociales y culturales nos han acostumbrado a sujetar con soltura copas cada vez más grandes, cada vez más finas, cada vez más frágiles. Bebemos de ellas sin temor y hasta chocamos unas con otras en alegres chinchines, pero no falta fecha señalada en la que se casquen una o dos al fregar.

Dependiendo de los posibles de cada hogar y del amor de sus moradores por la cristalería fina, la rotura de varias piezas implica una rápida incursión en Ikea o una visita a esos templos del menaje en donde se venden marcas como Riedel o Zalto. Por más o menos dinero casi todas las copas modernas se pueden reemplazar. Las que son insustituibles son las antiguas, esas copas bajitas, talladas o de colores imposibles que yo guardo con mucho más amor que el que dedico a las grandotas. Al ser de menor tamaño y de paredes más gruesas no se rompen con tanta facilidad, y además son mucho más originales.

Cristalería por ciudades

Atrás quedaron los tiempos en los que el cristal fue un lujo y la gente bebía en cuernos de vaca o tazas de loza. La revolución industrial del siglo XIX puso el vidrio al alcance de casi todos y, quien más quien menos, pudo atesorar vasitos y copichuelas que dejaran adivinar qué líquido se vertía en ellos. También los tuvieron tabernas, fondas y chacolines, establecimientos populares en los que los vascos de entonces se gastaban los cuartos en beber y en donde se usaba cristalería de batalla, tan práctica como resistente. No había allí copas de mírame-y-no-me-toques, sino piezas de vidrio prensado que aguantaran el trasiego diario. Probablemente había en aquella época más especificidad que ahora en cuanto a formas, tamaños y (ojo aquí) regiones de uso.

No se usaban los mismos vasos en Bilbao que en Madrid, ni en Barcelona que en Vigo. En el catálogo de 1888 de la fábrica de vidrio Cifuentes y Pola (Gijón), aparecen piezas «estilo Madrid», Sevilla, Valencia o Coruña y hasta cinco recipientes descritos como «modelo Bilbao». Ahí estaban los precursores del clásico vaso de txikito de culo gordo —del que hablaremos aquí dentro de poco— y también un curioso artículo etiquetado con el código 447 y la referencia de «vaso sorbete, para chacolí». En el catálogo se puede ver que es un vasito estrecho de fondo grueso, que se ensancha ligeramente en la parte superior (como una flor o una campana) y en cuyo cuerpo se aprecian a lo largo unas cuantas estrías o acanaladuras. Es el mismo tipo de vaso que pueden ver ustedes en la foto de arriba, uno de los que forman parte de la colección del Museo Vasco de Bilbao, y, si se fijan bien, también sobre la mesa del merendero chacolinero.

Vasos de txakoli - Museo Vasco de Bilbao. E EMSIME

Así fueron los vasos de txakoli hasta hace unos 70 años, cuando fueron sustituyéndose por otros más normales y menos floridos. K-Toño Frade Villar (1945-2018) los conoció en su infancia y en octubre de 2000 escribió un artículo sobre el tema en el periódico municipal 'Bilbao' pidiendo que se recuperara la tradición de beber el txakoli en aquellos «vasos de singular perfil campaniforme». Daba sus medidas aproximadas (10 cm de altura, 4,5 cm de diámetro en el pie y 6cm en la boca) y explicaba que su origen estaba en los vasos que como lamparillas de aceite se habían usado para iluminar la ciudad durante una visita real.

Vasos iluminados

Frade se hizo ahí un poco de lío porque mezcló a la reina regente (María Cristina desde 1887) con la famosa visita en la que se pusieron góndolas a navegar por la Plaza Nueva (en 1872, cuando vino Amadeo de Saboya) y ha habido gente que ha situado la anécdota en 1865, durante la visita de Isabel II, o en 1828 que fue cuando vinieron Fernando VII y su esposa.

La más probable es la última, ya que las crónicas hablan de que Bilbao se adornó con «diez y ocho a veinte mil vasos iluminados distribuidos con el mayor gusto y simetría». Según Frade después de la visita los vasos «fueron a parar al almacén municipal de la Isla, en La Peña [...] algunos empleados municipales que a su vez eran propietarios de txakolines los cogieron para utilizarlos» y, una vez popularizados, siguieron encargándose con la misma forma.

También se llamaron «vasos forales», «de lirio» y «de campanilla», pero está claro que la leyenda de las lámparas se refiere a ellos y no a los de txikito, que no adquirieron su característico aspecto hasta los años 30. ¡Quién los tuviera, en vez de copas insulsas!

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