Próximos a Halloween (esa arraigada tradición española que como todo el mundo sabe se remonta a la Edad Media), en este atípico 2020 debería imponerse ... el disfraz de coronavirus, ese monstruo 'cara cráter' que ahora mismo ha desplazado a Drácula, Godzilla y Frankenstein al terreno de lo amateur. O tal vez sea que no... Porque si de verdad nos aterrorizara esta bestia microscópica, no haría falta que ninguna autoridad recurriera a un estado de alarma y a un toque de queda para conseguir que nos quedemos en nuestro municipio y no salgamos de noche. Nosotros mismos seríamos los primeros en autoconfinarnos bajo siete llaves.
Téngase en cuenta que, con muchas menos evidencias, hay quien se ha llegado a construir un refugio antinuclear en el trastero... Entonces, ¿qué ocurre? ¿Dónde está el perverso desajuste que hace que una buena porción de la sociedad no acabe de percibir la tremenda amenaza que, según científicos y políticos, nos acecha? ¿Cómo es posible que siendo ubicuo ese maligno 'hombre invisible' no sintamos su aliento en la nuca y seamos los primeros en correr a resguardarnos?
La respuesta quizás radique en que a una gran parte de la población el virus no le hace nada. Es decir, parece diseñado con una ingeniería diabólica por la cual mata lo suficiente como para crear un grave problema sanitario pero demasiado poco como para sembrar el pánico entre la gente. Y así, lo de nuestros políticos me recuerda a lo de la Iglesia con el infierno. Siglos predicando la condena al fuego eterno no han impedido que los católicos, incluso los más creyentes, sigan pecando. Ahora nos impiden ir al cementerio en Todos los Santos. Y nos recuerdan que ya habrá otro momento y otra manera de ir... ¿Querrán decir con los pies por delante?
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