Tiger for president!
Woods regresa del lado oscuro para recuperar la gloria, ganar su quinto Masters y el decimoquinto 'major' y reescribir su leyenda
Impertérrito. Como el viernes cuando el resbalón de un agente de seguridad le rebañó el tobillo cual hachazo de central de la vieja escuela y ... ni siquiera se tomó la molestia de girar la cabeza para saber quién era su 'agresor' fortuito. Este domingo, lo mismo. En una jornada final de montaña rusa, sus gestos eran vacíos, sin contenido. Ni cuando Molinari consumía media docena de hoyos marcando el paso y recordando su capacidad para jugar como un autómata, ni las dos ocasiones en las que el turinés remojó su bola. Sólo ante los aciertos propios aparecía más tensión en sus puños cerrados. Embocó para ganar el Masters en el 18 y aún se guardó unos segundos para su introspección antes de estallar. Comedido incluso. Lejos de las imágenes para la historia en la que con menos edad pero la misma ambición montaba el show y corría por los greens.
Esta vez tenía más motivos que nunca. Porque Tiger Woods ha regresado a la vida para quedarse a reescribir su leyenda. Ha llegado en dos años desde más allá del puesto mil del ranking mundial a volver a reventar el planeta golf con el reclamo de su simple presencia. Sí, había ganado al cierre de 2018 el Tour Championship en East Lake, a poco más de dos horas de aquí, en Atlanta. Y llegó a coliderar el pasado The Open británico y el PGA. Pero nadie acaba de creer que su redención le llevara a seguir dando trabajo a los orfebres de los 'majors'. Les ha contradicho a todos.
«Tiger for President!». El grito era unánime, repartido con los «we love you» surgidos de miles de gargantas emocionadas tras presenciar lo más parecido a una resurrección. Por mucho que el fervor popular se acercara al inminente sentimiento que inundará la Semana Santa, seguía pareciendo un milagro que Tiger diera con la tecla. Quizá no hacer nada especial, más allá de la magia de su juego, fuera el secreto. Sin efectos especiales ni pases malabares como con los que se relaja el gran favorito, Rory McIlroy, del que no quedó ni rastro casi desde el pistoletazo de salida para concluir en el segundo plano de la veintena, con un -2 a todas luces alejado de su caché. El de Woods era otro planteamiento. Su sola presencia impone, dicta, incide y mediatiza.
A diferencia de lo vivido el pasado año en Carnoustie, Molinari no tenía que remontar sino mantenerse. Pinchó el piamontés en el 7 y sintió ya las garras afiladas del tigre, pero antes de iniciar la caza final también mostró su lado humano, que es el que impera tras su regreso, con un bogey al 10 que daba aire al italiano. Y este se precipitó al vacío en el 12, un par 3 que se las trae. Se dice entorno al roble centenario que si se ofreciera asegurar un par a cualquier jugador en un hoyo del Augusta National, muchos, posiblemente mayoría, optarían por no manchar su tarjeta en este hoy sacudido por el viento y con el agua entrando en juego en posiciones de bandera como la de ayer.
El chombo de Molinari se tradujo en un doble bogey que reventó las costuras del Masters. Seis jugadores llegaron a compartir el liderato en plena recta de llegada. Diez, entre ellos Jon Rahm, llegaron a estar en un grupo separado por solo dos golpes. Era el momento. Un escarceo de Cantley y Woods a lo suyo, sin fallar mientras lo hacía el resto del elenco. Con dos de ventaja a falta del 17 y 18, lo tenía.
Por su mente las cuatro operaciones de espalda, las rodillas y Aquiles a la pepitoria, sus adicciones a los calmantes. El lado oscuro. Ahora luz, plena. Quinto Masters, decimoquinto grande, victoria 81 PGA. Otra chaqueta verde 22 años después de la primera. Larga vida nueva.
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