Canto a la felicidad arbórea
Golpe a golpe ·
La última entrega poética del manchego Federico Gallego Ripoll, 'Jardín poético', da cuenta de un instante de plenitud en un mundo agitado y convulsocarlos aganzo
Sábado, 2 de abril 2022, 00:02
Un fulgor que no cesa. Un dardo de amor que transforma el dolor en embeleso. Madera que se rompe y que se astilla, para reunificarse ... después de regreso a la rama primigenia, al tronco de ese árbol carnal que es todo ser humano. La raíz en la tierra, pero la copa llena de pájaros. Y una capacidad infinita de sentir el mundo como parte de la piel; la piel como parte del mundo. Así es la poesía de Federico Gallego Ripoll (Manzanares, 1953), cuya obra, desde que vio por primera vez la luz en 1981, con sus 'Poemas del Condottiero', no ha dejado de ganarle territorios a la luz.
Ajeno a toda corriente al uso, los premios literarios (el Feria del Libro de Madrid, el Jaén, el San Juan de la Cruz, el Ciudad de Irún, el Emilio Alarcos, el Ciudad de Badajoz, el Juana Castro…) han servido para ir dando a conocer a lo largo de cuarenta años una obra radicalmente independiente, personal, espléndida. Una veintena de libros entre los que merece la pena destacar títulos como 'Crimen pasional en la Plaza Roja' (1986), 'Escrito en No' (1986), 'Quién, la realidad' (2002), 'La torre incierta' (2004), 'Cantos prófugos' (2007), 'Los poetas invisibles' (2007) o 'Quien dice sombra' (2017). Una obra acorde, en gran manera, a los avatares de sus vivencias personales. Pero sujeta siempre a un temblor, que se mantiene intacto desde el primero hasta el último de sus libros.
La última entrega poética de Federico Gallego Ripoll lleva por título 'Jardín botánico', y aparece bajo el sello de Cuadernos de la Errantía. Justo después de 'Las travesías', con el que ganó el Premio Juana Castro en su edición de 2019. Y encierra un mundo propio. Da cuenta de un instante de plenitud en plena convulsión del mundo. La mirada al jardín, al bosque, a la naturaleza, como extraordinario recurso poético frente al dolor, la decadencia o la crisis. No la búsqueda de lo natural, o incluso de lo prístino, como consuelo ante las heridas del presente, sino más bien la identificación del presente, del pasado y del futuro (la esperanza) con la propia Naturaleza. Como máxima, como única y verdadera expresión de la condición humana. Algo que ha conseguido hacer plenamente suyo este poeta mallorquín de raíz manchega: su testimonio personal, desde la vieja sabiduría cultural del Mediterráneo.
Con muy pocos elementos, pero con una conmovedora intensidad, el poeta construye ante los ojos del lector un pequeño paraíso. Recupera el Edén perdido por los hombres e indaga en el fundamento, al mismo tiempo radical y volandero, de la propia felicidad. Árbol, agua, luz y canto. Apenas poco más. «Tierra justa para crecer,/ agua bastante,/ aire sobre sus ramas/ y, en ellas, trinos». La mística profunda de un profundo panteísmo. Añadiéndole a todo eso la poesía. La palabra que transforma la canción interior de cada árbol en un bosque, en un canto compartido. La voz del jardinero, que es el magno patrimonio del poeta: «Sólo el canto del hombre, sólo su risa».
Cada poema es un juego de equilibrio entre lo que fluye y lo que permanece
Naturaleza que reclama
No es que el poeta busque integrarse o fundirse con la Naturaleza. Es que el poeta advierte, como María Zambrano en sus claros del bosque, que es la propia natura la que siente al poeta, la que le reclama, le acoge y le devuelve a su primera condición. Pájaros que piensan en el caminante. Árboles que graban para él corazones de enamorados… Y el poeta que, al paso, termina «enfonteciéndose», licuándose, regresando al agua original. Y el milagro, al fin, de sentirse, como si fuera de nuevo un niño, a resguardo de los zarpazos del tiempo. El bosque que nos espera, en su infinita finitud, para que nos reintegremos en su ciclo. Misticismo que alcanza la esperanza: «No sino de esperanza/ están hechos los ojos/ que presienten la luz/ al fondo de la mina». Esa visión juanrramoniana («y seguirán los pájaros cantando») del que está ya no estando: «Aunque ya no estemos y nadie nos recuerde/ otro abril llegará para nombrar el mundo».
El bosque que nos pone a salvo de nuestros enemigos (el tiempo, la memoria, la propia inteligencia). El jardín botánico que nos salva de además de nosotros mismos. Ese «desapego de la memoria» que produce «una felicidad de límites disueltos». Ese paso de las horas que se libera al fin de los relojes para atender únicamente al canto de los pájaros. Esa inteligencia que, al contacto con la Naturaleza, se convierte en sabiduría. Acomodando los pasos al paso de la vida. Aprendiendo a escuchar la belleza. Atenuando el pensamiento para dejar paso a la contemplación. Eligiendo la entrega y el abandono antes que la huella personal de la memoria. Y alcanzando, por fin, la redención. La redención a través del canto: «Sabemos que vinimos de otro mundo./ Y alguien allí, cantando, nos recuerda/ para que aquí, cantando, no olvidemos».
Un libro, como todos los del poeta, para leer despacio, golpe a golpe y verso a verso. Asistiendo en cada poema al milagro de la trascendencia del dolor («nada se eleva si antes no se rompe la tierra») a través del equilibrio natural entre lo que fluye (los ríos, el aire, la vida) y lo que permanece (los árboles), no porque permanezcan para siempre, sino porque se hacen eternos en su propio proceso de transformación. Casi diríamos de reencarnación. La contradicción, o la complementariedad, entre el alma y el cuerpo; entre la raíz y el andarse por las ramas. La «disonancia mística del árbol»: «crecer hacia la llama de lo oscuro». Al cabo («no está la claridad dentro de mí,/ tampoco en la intención de la palabra»), la invitación a recibir ese don que, como la claridad de Claudio Rodríguez, siempre viene de lo alto. De los árboles altos de Federico Gallego Ripoll.
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