Crítica de 'Desmontando un elefante' (2024): Un olor áspero y dulzón

Cuánto nos gusta el melodrama a veces y cómo nos encantan las actuaciones desparramadas y desaforadas. Aparte de que bien pudiera ser que después de 'Días de vino y rosas' o del marido de Judy Garland habiéndoselo bebido todo en 'Ha nacido una estrella', haya sido imprescindible encontrar otras maneras de narrar el alcoholismo. Y yo afirmo que Aitor Echevarria, con buenos galones en la dirección de fotografía antes de saltar a la realización, ha descubierto una de ellas en complicidad con sus intérpretes, su diseñadora de producción y otras gentes sobradamente preparadas. Y esa manera es altamente cinematográfica y sensorial. No hace falta ver el elefante (la metáfora del alcohol, la representación del alcohólico usada en los grupos de terapia) para sentir que está ahí. Para no poder eludirlo. Basta con que Natalia de Molina cuente que cuando su madre bebía y vuelve a beber lo sabía y lo sabe por ese olor dulzón y a la vez áspero que impregna su cuerpo, su ropa y hasta la casa.

'Desmontando un elefante' es hermosa y conscientemente concisa. ¿Quién podría imaginar que tantos días sin vino ni rosas pero tan llenos de tristura(s), silencios y deseos podrían contarse en 82 minutos? 'Desmontando un elefante' es audazmente elíptica. En sus diálogos y en su paso de un punto al otro de la narración. De la narración visual. Al buen entendedor, al buen degustador de experiencias cinematográficas no adocenadas, no le hace falta que el plano B suceda al plano A y anteceda al plano C. Sobran planos de conexión entre escenas si el interior de lo que se cuenta, de lo que se ha filmado tiene su propia cohesión. Es parca, sí. Gracias sean dadas.