«He dejado fruto, exprimiendo la vida»
A punto de cumplir 91 años, el pintor Iñaki García Ergüin recuerda su paso por la Costa Azul y Nueva Orleans y celebra haber estado siempre «centrado»
A los seis años sufrió una neumonía que a punto estuvo de llevarlo al otro mundo. No había nada que hacer. Estaba rígido. No quedaba ... más alternativa que hacerle beber una botella de coñac. «Es lo que le dijo el practicante a mi padre, que ni médico vino entonces. El pobre me abrió la boca y venga para adentro. Me desperté, empecé a vomitar y aquello fue tremendo», se ríe el pintor Iñaki García Ergüin (Bilbao, 1934), al tiempo que camina de un lado a otro por su estudio, de 160 metros cuadrados. La vivienda, contigua al ático donde trabaja, tiene 500 metros cuadrados. Hace tiempo paseaba todos las tardes un par de horas por el barrio de Abando.
Ahora necesita un bastón y sale menos, pero salta a la vista que conserva una vitalidad descomunal. Le basta moverse por su casa y el taller para mantenerse en forma. Los caballetes, lienzos, libros, recortes de periódicos, fotos clavadas con chinchetas en la pared... le cargan de energía y recuerdos. Lo mismo se ve el cartel de las corridas de abono en Vista Alegre, de 2014, con la silueta roja y culebreante de un astado -pintada por García Ergüin- que una entrevista a Albert Boadella encabezada por una frase del fundador de Els Joglars tan brutal como una cornada: «Gran parte de la pintura de Picasso es una mierda».
El resto del texto tampoco tiene desperdicio, porque entre otras cosas asegura que el 'Guernica' no pasa de ser un grafiti y acusa al pintor malagueño de haberse limitado a buscar el oro y la fama. «Yo tengo mi opinión y respeto la de los demás, no tengo necesidad de pelearme con nadie, para mí no hay nada mejor que Velázquez». Lidia con arte todas las cuestiones que se le plantean, de lo humano y lo divino, porque agarra el pincel con la derecha pero tiene mucha mano izquierda. Lo pilla todo al vuelo. «Tengo bien la memoria y el corazón. No me puedo quejar». El 22 de julio cumplirá 91 años y está dispuesto a seguir dando guerra. ¿Y el coñac? ¿Sigue dándole vida como le pasó de niño? «Claro, siempre que sea de calidad y esté en buena compañía», puntualiza con un guiño. Siempre se ha esmerado en cultivar el buen gusto y la amistad.
En Saint-Paul-de-Vence, un pintoresco pueblo francés de la Costa Azul encaramado a una montaña, destino favorito de intelectuales y artistas, estrechó lazos en los años 60 con el pintor italiano Enzo Cini, «un tipo guapísimo, hijo del retratista del Papa, al que perseguía Brigitte Bardot». Ninguno de los dos desperdiciaba las oportunidades de trabajar y labrarse un nombre. «En aquella época el galerista Antonio Otaño se enamoró de Enzo y se lo trajo a Bilbao para que expusiera en Illescas. ¡Menudo éxito! Todo Neguri quería que Enzo les hiciera un retrato».
Quince cuadros desaparecidos
García Ergüin habla torrencialmente, con los ojos fijos en un punto lejano, como si estuviera delante de una pantalla sobre la que se proyectan estampas del pasado a toda velocidad. Lo mismo aparecen Miró y Chagall, ilustres vecinos de la Costa Azul, que hombres y mujeres muy bronceados, con canapés de caviar y la princesa Andrée Aga Kha -exmujer del sultán Mahommed Shah- como alguna de sus muchas tiaras con diamantes engastados en platino. «Aquello terminó de mala manera, porque la galerista de Saint-Paul-de-Vence se marchó con 15 cuadros. No los volví a ver. ¡Una faena!». Nada que menguara sus ánimos para seguir experimentando, en un círculo de contactos cada vez más amplio.
En los años 70 marchó a Nueva Orleans por mediación del pintor y escultor José María Cundín, «que había sentado cabeza y trabajaba en una galería de allí». Allí probó cangrejos de río, se enganchó al jazz y arrimó el hombro en los comedores donde los franciscanos repartían bocadillos a los mendigos. Es un artista con los poros muy abiertos que absorbe el clima, ambiente y los olores.
En su evolución no hay saltos abruptos, sino una progresión muy meditada. En Saint-Paul-de-Vence siguió explotando el filón de las estampas castellanas y vascas, mientras que en Nueva Orleans inmortalizó a los músicos negros con brochazos y fondos tenebrosos. Los paisajes y la figura humana fueron la tónica dominante durante mucho tiempo hasta que se animó a diluir los límites y tomó los derroteros de una abstracción progresiva. Casado con María Aránzazu desde 1967 (a la que se conoce como 'Rosa Mari'), tiene dos hijos y tres nietos. La mayor heredó la vocación artística del padre y el menor es piloto.
«He dejado fruto. He exprimido la vida a tope. Todo comenzó a coger velocidad en el seminario. Entré a los 13 años porque quise y allí descubrí la pintura en serio. La carrera eclesial me la pagó una millonaria de la parroquia de San Vicente». Pero aquello no duró tanto como esperaba. Abandonó el seminario a los 17 años y entró en la Escuela Sindical, que además del adoctrinamiento obrero en los principios del régimen franquista, ofrecía cursos de todo tipo para formar al trabajador. «Allí conocí a José Lorenzo Solís, que para mí ha sido el mejor pintor que ha dado el País Vasco. Muy bohemio y desastre, mira que le vi cargarse cuadros, pero un gran maestro. Con él visité el Prado y también Italia».

Fue Solís quien marcó la senda de aquel chaval, hijo de un linotipista de EL CORREO, que entró de botones en Iberduero y estaba llamado a quedarse en la empresa. «Me marcó la vida. No podía dejar de pensar en los pinceles». No tardó en ganar premios de pintura y la propia empresa -el presidente, Ricardo Rubio Sacristán era coleccionista de arte- le dio una beca para estudiar en la Academia de Bellas Artes de Múnich. A los cinco meses regresó para exponer en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con el apoyo de Joaquín de Zuazagoitia, una figura muy influyente en los ambientes culturales de la capital y Euskadi, que le permitió «entrar por la puerta grande en España».
A los 27 años ya intuía que su obra estaría algún día en centros de la talla del Reina Sofía de Madrid, el International House de Nueva Orleans y el Bellas Artes de Bilbao. «Tienes que creer en lo que haces y estar centrado, muy centrado. La única y gran pena que tengo es que mi padre no haya vivido para verme triunfar». Aquella famosa botella de coñac le salvó la vida y parece que tuvo efectos secundarios. Al poco tiempo, cogió unas tizas para garabatear en la pizarra de la escuela Cervantes y desde entonces no ha parado. León, que así se llamaba su aita, estaría orgulloso
La escena, el Athletic y las piedras de Lanzarote
El retrato de Teresa Berganza, caracterizada como Carmen, le despierta sentimientos encontrados. «Me dio trabajo pero, al final, no me lo compró el marido de la cantante». Una frustración que no le quita el sueño. En los 90 diseñó las escenografías de tres óperas en el Teatro Arriaga -'Carmen', 'La Bohème' y 'Manon'- y la experiencia le encantó. También disfruta del público en San Mamés y Vista Alegre. «El mundo del Athletic y los toros es muy inspirador. ¡He inmortalizado la historia de los leones y el logo del centenario!». Ahora está volcado en el papel de arroz y una técnica con rodillo que plasma tonalidades similares a las piedras de Lanzarote. En la isla tiene su segunda residencia. «Yo no dejo de buscar y mejorar».
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