Un tal Salegui, el hombre más recordado del Carlton
Jamás había visto unos zapatos tan brillantes. Como si toda la cocina del hotel se reflejara en ellos. Más tarde supo el secreto que guardaba ... aquél fulgor. Por un asunto del que les hablaré próximamente, he buceado en la historia del Hotel Carlton. La hostelería ha hecho justicia con quien cocina, pero rara vez con quien la sirve. Maitre es una de esas palabras que han perdido poderío al ser traducidas. Y eso que no deja de ser un director de orquesta. Por eso nos alegra, a la par que intriga, que un cocinero de prestigio, un antiguo botones y un cliente habitual mencionen, al ser preguntados por el primer recuerdo del hotel, a un tal Salegui.
Aniceto Salegui Elduayen nació en un pueblecito navarro que ya nadie recuerda. Quizá porque la Guerra Civil lo envió pronto muy lejos. Y ya se sabe que las desgracias nunca vienen solas. Tras emigrar a Francia acaba en un campo de concentración nazi. Dos motivos nos llevan a pensar que se trataba del Struthof-Natzweiler en una Alsacia anexionada por Alemania en ese momento. Porque el resto eran de internamiento, como Drancy o Gurs, donde encerraban a los prisioneros, sobre todo judíos, para posteriormente ser enviados a los campos de Polonia y Alemania. El otro motivo de nuestra sospecha tiene que ver con los cinco idiomas que llegó a hablar: castellano, inglés, francés, italiano y alemán. Los tres últimos los aprendió, según decía, en aquél siniestro lugar. Su trabajo consistía en servir a un alto mando nazi y tener preparada su ropa y complementos. Las botas debían estar relucientes. De ahí que mantuviera aquella máxima con su propio calzado. Y también el aire marcial.
Era alto, casi dos metros, y lucía un aire de mayordomo inglés. De esos que parecen los dueños y tienen más elegancia que el conde al que sirven. Trabajando iba siempre de frac. En la calle con smoking e impecable pajarita o de traje con elegante corbata. Nunca se le conoció pareja oficial, pese a que tenía éxito con las damas. Se levantaba sobre las 11 y acudía al Club Deportivo para jugar a pala. Después comía en el comedor destinado a los jefes y a las 13.00, con puntualidad británica, entraba en la cocina. Supervisaba las comandas y probaba las salsas. Bajo sus órdenes todo camarero debía conocer los ingredientes de cada plato. Los pescados grandes se servían de una pieza y era Salegui quien los trinchaba. Así hasta las 16.00, o cuando el último cliente se iba, y aprovechaba para echar su siesta. Regresaba a las 20.00 y no se marchaba hasta el cierre de los salones.
Eso no significa que el trabajo acabara. En la quincena de la ópera rara era la semana en la que no le tocara abrir la cocina y elaborar, personalmente, algún suculento bocado al tenor o a la soprano de turno. Y siempre con ese aire distinguido que lucía tanto en el trabajo como bailando en el Capri de Alameda de Urquijo. O en Laukariz donde acudía, invitado al Golf de la Bilbaina. Y también en Vista Alegre, acompañado por su amigo José Luis Martínez, cirujano de la Plaza. Fue este último quien le acompañó en sus últimos días. Tras jubilarse, residió en una pensión hasta que, fruto de una larga enfermedad, fue hospitalizado. Allí murió, dicen que solo, con la única compañía del doctor. Se fue como vino. Sin dejar pistas. Pero con el respeto de quienes lo conocieron. Como aquél aprendiz de cocinero, el joven botones y el cliente habitual. Daniel García, José Luis Amieva y Javier Gil. Gente que, como Salegui, se hizo a sí misma. A unos les formó, a otros los sirvió. Pero a todos dejó su huella. Por eso estas tardías líneas. Nacen en honor a todos los Saleguis del mundo. Gentes que, pese a lo dura que sea la vida, trabajan y visten como si todos los días fuera una larga, elegante y hermosa fiesta.
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