Julio, el mes de los campamentos: «Son una sociedad hecha para los chavales»
Pasamos la mañana en el albergue de Cornejo, en las Merindades, lleno de adolescentes vizcaínos: «Del móvil te olvidas, como estás todo el rato con actividades...»
Lo primero que sorprende al llegar a un campamento de verano es la estampa casi irreal de decenas de adolescentes pasándoselo bien sin que haya ... ninguna pantalla a la vista. Es una jornada para la que los meteorólogos han anunciado calor aplastante, así que en el albergue de Cornejo, uno de esos hermosos rincones sin explotar que atesora la comarca de Las Merindades, toca combatir el sofocón con una buena yincana acuática. Y ahí están todos, deslizándose por la clásica lona enjabonada y partiéndose de risa como si fuese 1980. Julio es el mes de los campamentos, el momento en el que muchas familias se ven forzadas a separarse, y este de la localidad burgalesa, organizado por la empresa Pinpoil y bilingüe en euskera y castellano, sirve como ejemplo de ese universo: aquí hay 42 chicos y chicas de entre 11 y 15 años, prácticamente todos vizcaínos, consagrados a esa red social en desuso que es charlar, jugar y descubrir cosas juntos.
«Esto para los chavales es vida... y para sus padres aún más. Los campamentos son pura conciliación familiar», resume la pedagoga María Moreno, que lleva más de treinta años dedicada a esta tarea, desde que en 1993 fundó Pinpoil en Sopela como asociación de tiempo libre. ¡Habrá cambiado mucho todo! «Ha cambiado la normativa, que en aquella época hablaba como mucho del número de niños por monitor y de alguna cuestión de sanidad, como el agua potable. Castilla y León fue pionera en regular todo esto: ya no te puede montar la tirolina Manolo en cualquier árbol, como se hacía antes. Y se creó la figura del monitor de nivel, un evaluador de riesgos de cada programa. Leí la noticia de los 50 niños perdidos en La Rioja la semana pasada, algunos de ellos agotados, y me pregunté cómo puede ocurrir eso: ¿cómo puedes no evaluar cosas como que tienes que llevar barritas energéticas y agua de sobra?», se pregunta María. Tras la conversación, por cierto, tiene que diseñar un menú para una niña de uno de los próximos campamentos, intolerante a la lecitina: «Esto tampoco existía», apunta.
La otra gran diferencia, cómo no, es la tecnología, esa tentación poderosa que socava tantísimas iniciativas familiares de ocio. Aquí los chavales entregan sus móviles al llegar y solo llaman a casa a mitad de campamento, en el cuarto día. «¡Cómo cuesta romper con la dependencia de la tecnología! Pero los críos se la quitan si les das una alternativa, ¡suelen tener más dificultad los padres! Me he peleado con algunos que querían hablar con sus hijos a toda costa. También existe esa impaciencia por ver fotos de lo que hacen aquí. Y a algunos padres tengo que educarlos: hay críos que se lo están pasando superbién, hablan con la madre y después dicen que se quieren ir».
–¿Cuál es la clave para que un campamento funcione?
–Es una sociedad hecha por ellos y para ellos. La clave es el equipo de monitores: que estén motivados y bien formados y dirigidos. A veces no necesitas mucha infraestructura, sino ideas, creatividad, capacidad de improvisar... No todo el mundo vale para monitor.
Lo creemos, claro. Cualquiera que haya tenido que vérselas con un adolescente puede imaginarse lo que es tratar con 42, o quizá no, tal vez sea imposible estimar la heroica magnitud de esa empresa. Lo de tener a un par de periodistas haciendo un reportaje supone una actividad extra, como si formase parte del programa del día, y los grupos de chavales se van acercando a hacer sus declaraciones. Ellos, los varones, juegan a la ironía y a estar de vuelta de todo: «Nos pagan un euro por decir que nos lo pasamos bien», dice uno, embadurnado todavía de jabón. «¡Aquí todo el material lo han comprado en Wallapop!», proclama su amigo. ¿Cómo puntuarían su añoranza de la tecnología, de cero a diez? «Ochenta», responde un tercero. De uno en uno son distintos: «Yo ya vine el año pasado y me gustó mucho. Me hice un amigo de Arratia y luego hemos quedado fuera, y ahora hemos vuelto juntos. Aquí se aprende a disfrutar del momento», reflexiona Markel, bilbaíno de Rekalde («código postal 48002», puntualiza). «Ayer estuvimos en Frías, visitamos el castillo, hicimos kayak... Muy bonito», aprueba Mikel, también de Bilbao.
Salchichas y bolas de billar
Ellas, en cambio, prefieren dedicar su improvisada rueda de prensa en grupo a criticarlos a ellos. En corro, emprenden un severo repaso de todas las faltas de los chicos.
–Habéis roto una puerta, habéis manchado el váter, habéis roto un florero. ¡Y también dos mesas!
–Pero una la arreglamos...
–Habéis perdido bolas de billar, os habéis llevado cinco salchichas al cuarto...
–Solo tres.
–Y también se ha inundado el baño.
–¿Ellos también?
–No, eso fuimos nosotras.
Luego se apaciguan. «Yo había estado en otro campamento, pero no hacíamos tantas cosas. Lo mejor es que conoces a mucha gente», comenta Izadi, de Bilbao. «El año pasado vine sola. En el autobús me senté con otras chicas, empezamos a hablar y nos hicimos amigas. Del móvil te olvidas: al estar todo el tiempo con actividades...», añade Elaia, de Durango.
–Si estás en casa con el móvil y puedes ir a tirarte por una lona...
–Iría, claro.
Suena pop en euskera por el altavoz y hay cierto revuelo en la piscinita, donde una monitora acaba de evitar que sumerjan una silla. En el juego de la lona han ganado Las Bombas, porque a lo largo de los once días de campamento, repartidos entre Cornejo y Castro, se disputa una especie de 'Conquis' entre cuatro equipos: los otros tres son Tronchamulas, Jabeus (de este nombre no se acuerdan ni los monitores) y Gorras. Además, cada chaval tiene una misión secreta: al llegar, les asignaron un compañero y un objeto cotidiano y, en algún momento, tienen que conseguir entregarle ese objeto. Si lo coge, quedará eliminado. Izadi acaba de 'matar' al chico que le correspondía, porque ha logrado darle una bola de billar: «Dos en realidad. Le he dicho '¿no crees que esta pesa más que esta?'. Y las ha cogido». En el comedor cuelga un cartel con el encabezamiento 'Hilerri', el cementerio donde se apuntan los nombres de los que van cayendo. Entre las actividades no faltan las salidas al pueblo, que tiene un censo de treinta y tantos vecinos, menor que el del campamento.
«Yo venía aquí de chaval –explica uno de los monitores, Iñigo Palacio, de Sopela–. Luego me hice mayor y quería seguir viniendo: me hice monitor para continuar en este ambiente, con la magia de los campamentos de verano». ¿Han cambiado los chavales? «Mogollón. Las redes sociales han influido mucho y ahora son más delicados. Pero la esencia es la misma: aquí se dan cuenta de que son niños». Los momentos en los que los adolescentes bajan las defensas, cuando la máscara de durotes deja paso a la personalidad real, son algo que fascina a quienes trabajan en este campo. «Vienen revolucionados y son muy rebeldes –analiza otro monitor, Eneko Arteaga, también de Sopela–, pero me encanta cómo conectas con ellos. El último día, para mí, es el peor: me pongo en plan 'dónde van mis niños' y después me emociono si vuelven otro año». En ese momento pasa uno, lo oye y se chotea: «¡Está mintiendo!». Y Eneko se ríe y sigue: «Hay liantes del año pasado que han repetido porque se lo pasaron genial y que están tristes porque el año que viene son ya mayores y no pueden venir. Antes o después, todos se abren: a veces un monitor está mal por algo y se ponen tristes contigo: piensas que no les importas, pero descubres que sí».
Se acerca la hora de comer (pasta y croquetas) y la chavalería se ha dispersado por el albergue en pequeños grupos para charlar, que es como mensajearse pero mejor. Por la tarde tocará escalada en el rocódromo, aunque lo que más suele gustar son las tertulias nocturnas con linternas, esas mismas que también entusiasmaban a sus padres y a sus abuelos.
–Y, cuando seáis mayores, ¿mandaréis a los hijos a un campamento?
–Sí, porque pueden pasarlo muy bien. Y así me los quito de encima.
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