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Esa mañana las conversaciones son menos breves y más sentidas. Ana hija va desvelando a los clientes que su madre, de la que heredó nombre ... y negocio, ha fallecido. Estamos a 9 de abril. Solo ha pasado un día y han abierto. Así lo habría querido ella. Tenía 87 años, llevaba tiempo jubilada, pero seguía acudiendo a diario. Allí la conocimos antaño y desde entonces se convirtió en visita obligada y saludo de paseante. Porque hablamos de un pedazo de nuestro Bilbao de toda la vida. El Kiosco del Ensanche.
Ya no lo encontrarán en la ubicación que le otorgó ese apellido. Ahora habita en Ercilla, en la esquina donde confluyen las calles Juan de Ajuriaguerra y Obispo Orueta. Hay quien no lo sabe aún y por eso lo contamos. Deberíamos apoyar siempre a quienes pelean por sobrevivir en estos tiempos inciertos y obras faraónicas. Que serán para bien, no lo dudamos, pero el proceso obliga a cambios, bajadas de persiana y traslados. Como el de este histórico comercio.
Hablar del Kiosco del Ensanche es hacerlo de varias generaciones. Todo empezó cuando Milagros Ruiz de Alegría vendía periódicos en un rincón de Indautxu. Allá donde antaño habitaba el Banco Popular. Estamos en los tiempos de la alcaldesa Pilar Careaga. Milagros se enteró de que iban a ofrecer nuevos puntos de venta y se presentaba la posibilidad de abrir un kiosco. No era fácil. Pero uno de ellos, que iba a ser para una señora de Zapatos Alonso, acabó en sus manos.
No lo pidió para ella. La idea era que lo llevaran su hijo Félix y su pareja Ana. Así fue. En la Plaza Jado. Ese era el lugar asignado. Todavía no existía ni la oficina del Banco Santander. Ana hija recuerda el kiosco pequeño, blanco y repleto de revistas, álbumes y periódicos. No estuvieron mucho. Un día se quemó el edificio cercano. El incendio resultó devastador. Fue entonces cuando se instaló el banco cántabro y les enviaron a la esquina del Ensanche. Allá donde el mercado y los coches habitaban bajo tierra.
Si había cola para entrar en el aparcamiento, el conductor podía entretenerse leyendo los titulares desde la ventanilla. Hasta los perros sabían que antes de pasear por el escueto parque tocaba parada, para que el humano que tiraba de la correa pudiera comprar la prensa. Así ha sido durante casi medio siglo. 49 años para ser exactos. Pero les ha tocado emigrar. No muy lejos, aunque parezca un mundo.
La clientela más fiel sigue asomándose a su cascada de publicaciones diarias, semanales y mensuales. Pero el negocio ha cambiado. Ahora son también punto de recogida. Renovarse o morir. Por suerte hay cosas que son eternas. Como los álbumes de cromos. Las caras infantiles siguen buscando desde la acera aquél que les enloquece y miran al adulto poniendo carita de cachorro para que caigan dos sobres en lugar de uno.
También está esa gente del barrio que, aunque llegue el Armagedón, saldrá de su casa para comprar el periódico, la revista de papel cuché y unos crucigramas, antes de acercarse a la panadería para pillar una barra caliente. Sobre todo en fin de semana, cuando el café matinal se alarga y las tardes de asueto permiten leer más allá de los titulares.
Servidor sigue acudiendo al papel. Sean libros, revistas o periódicos. Necesito pasar las páginas con los dedos y sentir el olor de las palabras. Por eso me alegré al descubrir ese día a Ana en el kiosco que comparte con su hermana Julia. Pero sobre todo me reconfortó su actitud. Sienten que las empujan a irse. No solo por las obras. Es otra cosa. Como que no son buenos tiempos para los viejos negocios.
«Solo nos iremos cuando nos eche la clientela», proclama con el orgullo de quien sabe que hay negocios que llevan sangre y familia. Como el suyo. Donde sigue palpitando los corazones de su abuela, su padre y su madre. Los de una familia que habita, y espero siga habitando por muchos años, una esquina de Bilbao.
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