La vacuna y el Empire State Building
Preferimos emular al fulano que cae desde el rascacielos y a la altura del piso 30 dice: «Hasta el momento, todo va bien»
El otro día en un grupo de guasap un amigo me recordó una anécdota que ya había olvidado y que viene que ni pintada para ... entender nuestra actitud en una situación tan crítica como la que atraviesa hoy el mundo. Se trata de aquel operario que se encuentra realizando labores de mantenimiento, da un traspiés y se precipita al vacío desde la azotea del Empire State Building. Tras el terror del primer momento y recuperada la presencia de ánimo, al pasar en su caída por el piso 30 se dice: «Hasta ahora todo va bien. Parece que mis temores eran infundados».
Siempre he pensado que la vida tiene algo que ver con esta visión tan infantilmente optimista, o tan irresponsable si se prefiere, de quien se encuentra en caída libre hacia el desastre más irreparable. Cualquier observador que viera la escena con una mínima perspectiva sería capaz de aventurar el tajante final de aquel viaje sin ningún género de duda. Sólo el mismísimo sujeto descendente, animado por su inconsciencia, se dice a unos segundos de la tragedia que la cosa no va tan mal porque prefiere engañarse a admitir lo inevitable.
Si me lo permiten, les diré que en estos tiempos de tribulación vivimos una sensación similar ante la pandemia que nos invita a eludir el desastre mirando hacia otro lado. Y ocurre que cuando la gravedad de la situación demanda nuestra mayor atención y exige lo mejor de nosotros, por contra, preferimos emular al fulano que cae desde el rascacielos en Manhattan, repitiendo el mantra: «Hasta ahora todo va bien».
Tratamos de aislarnos y de ignorar la realidad, tiernamente entumecidos. Y aun sabiendo que la película de nuestra vida acaba mal porque al final siempre muere el protagonista, seguimos empeñados en vivirla como si cerrando los ojos pudiéramos evitar un desenlace que sabemos absolutamente natural.
No negaré que últimamente nos encontramos frente a situaciones en que la vida y la muerte adoptan extraños e irónicos modos de manifestarse. Para muestra, un botón. Leí en el diario el extraordinario caso de aquellas dos abuelitas asturianas que se infectaron del coronavirus y salieron de su residencia camino del hospital en una ambulancia. Y tanto afecto se profesaban la una a la otra, que sus papeles de identificación se intercambiaron por mor de una avería del vehículo medicalizado que las transportaba y de la torpeza de alguno de los operarios de camilla.
Sorpresas
Así que cuando una de las dos falleció tras unos días ingresada, la empacaron en un ataúd sellado y se la remitieron con acuse de recibo a la familia, advirtiéndoles de la imposibilidad de abrir la caja para mantener el virus a buen recaudo. Obedientes y cumplidores, los familiares más cercanos la velaron, la lloraron y la enterraron conforme ella siempre había indicado, en la parcelita que comprara con tanto esfuerzo en el camposanto del pueblo, a la sombra de un ciprés y un par de castaños que la abuela plantara con sus manos tras la temprana muerte de su marido.
La cosa es que Dios escribe con renglones torcidos y a los diez días del sepelio la anciana regresó a casa una buena mañana, recuperada del coronavirus y en perfecto estado de salud para su edad octogenaria. Hubo desmayos, mareos, gritos de temor pero también de alegría. Apagados los lloros y enjuagadas las lágrimas, tras días de amargura y de tristeza por el entierro, los familiares llamaron a las autoridades y el nudo se descompuso. La fallecida a la que enterraron en la parcelita junto a su difunto esposo no era la abuela, sino la amiga y compañera de residencia con la que fuera evacuada al hospital.
Y así, llorada, velada y enterrada convenientemente, la abuelita volvió del otro barrio para quedarse tan pancha con su familia sin entender apenas aquellos gritos y aquellos abrazos y muestras de afecto que recibía de los suyos, tras tantos años de visitas semanales en la residencia donde moraba desde su viudedad.
Paralelamente, a escasos kilómetros de aquel barullo, otra familia, la de la abuela realmente muerta, comenzaba su particular duelo con un desenterramiento, forma tan peculiar como extraña de iniciar un ritual funerario por un ser querido al que se creía en manos de los doctores del hospital comarcal, cuando en realidad se encontraba a dos metros bajo tierra en la parcelita de su amiga, a la vera de Feliciano.
Mientras tanto, en otras aldeas hispanas asoladas por la pandemia, todo el que podía, con una excusa u otra, se saltaba la cola de la vacunación. Recuerdo cuando antes en las películas siempre que se producía un naufragio, el grito recurrente de advertencia era «las mujeres y los niños primero». Quizás hoy se considerara sexista dar prioridad a las mujeres durante una catástrofe o un siniestro de esas características. En cualquier caso, la realidad de la vacunación nos ha enseñado que el orden de prelación ha cambiado.
Así, alcaldes, fiscales, generales, gerentes, curas rasos, obispos, personal de mantenimiento de la máquina de vending, sindicalistas o repartidores que llegaban para entregar un paquete han sido vacunados porque sí. Unos por jetas. Otros porque pasaban por allí.
En esta ocasión, el oasis vasco se ha mostrado el más choni de la geografía nacional por lo pintoresco del resultado de las trapacerías que se llevaron a cabo. Al parecer, la cosa del Hospital Santa Marina es que el gerente se lo tomó a pecho y se apuntó a batir un récord a la bilbaína. Y a poco más acaban vacunando al perrito del ciego que vende los cupones en la entrada. Porque, supuestamente, lo importante estribaba en acabarse la consumición sin dejar una gota, y no tanto ser respetuoso con los criterios establecidos. Si los hubiere.
La vacunación clerical presenta también sus particularidades. Recuerdo cuando niño las historias de sacerdotes que habían dado la vida por sus compañeros, con las que nos ilustraba nuestro profe de religión. Hoy, la tropa de estos curas y obispos colones, en vez de levantar la mano y dar su vida por la del prójimo, optarían por un «pasa tú primero, que a mí me da la risa».
La fe y el servicio público
Alguien dijo que instalar un pararrayos en una iglesia pone en cuestión la fe en Dios de los usuarios de la instalación. Pero ver saltarse el orden establecido para salvar el culo propio, que no el alma, hace que se revele nítidamente la calidad humana de cada cual. Frente a mi desesperanza ante esta pérdida de vergüenza del colectivo curil, un amigo mío defiende con entusiasmo y tesón la tesis de que los curas son como el quebrantahuesos, porque también están en vías de extinción, y que por tanto estarían protegidos por la normativa de especies protegidas; deben ser vacunados cuanto antes para evitar bajas innecesarias. Es otro punto de vista diferente, igualmente respetable, sobre el que me abstendré de realizar comentario alguno.
Y es que los tiempos cambian que es una barbaridad. Hoy, con trote cochinero, se apresuran curas y obispos, alcaldes y concejales, gerentes y parientes, a saltarse el orden o el desorden, poniendo en cuestión la fe en Dios, unos, y la fe en el servicio público, otros. Así que llegados al piso treinta en nuestra caída podemos seguir afirmando sin temor: «Hasta el momento, todo va bien».
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