El tren de nunca acabar
Casi cuatro años después de que Urtaran recordara «la gran oportunidad» se reabre el debate en tono gris marengo sobre el ocultamiento del ferrocarril
Era diciembre de 2017, ecuador ya sobrepasado del primer mandato de Gorka Urtaran como máximo responsable del Ayuntamiento vitoriano. El alcalde, que año y medio ... después comenzaría su segunda legislatura al frente de los plenos municipales ya con la medalla de oro al cuello en lugar de la de bronce, convocó a las 'fuerzas vivas de la sociedad' –que decían las gacetillas pretéritas– a un 'desayuno de trabajo' –esta perífrasis siempre me ha parecido una paradoja– para exponerles la capital alavesa del porvenir en su cabeza.
Entre otros asuntos que abordó como ilusiones habló aquella mañana en el Artium de soterrar por fin el ferrocarril para convertirlo en un topo veloz bajo las alcantarillas, de resolver la trampa circulatoria que representa la rotonda inmensa –se descuajeringa el compás– de América Latina y de afrontar la ampliación actualizada de Mendizorroza. Escrito esto último más vale que el Glorioso conserve la categoría porque resulta mucho más difícil la defensa de agrandar campos en divisiones menores.
Pero permitan que me centre en el primer apartado, al que Urtaran siempre se refiere como «la gran oportunidad» de la ciudad que regenta. El presidente de la Corporación entrecierra los ojos y divisa una Vitoria moderna que una en un bulevar verde y activo a la vez –más cultura añadida al entorno universitario, oficinas y el maná de las viviendas– las dos alas de murciélago que le brotaron a comienzos del siglo XXI en forma de barrios nuevos. Sueña con coser la cicatriz que representan esas vías a cielo abierto que parten la capital vasca en dos mitades según quedan sus residentes a uno y otro lado de los raíles. ¿Y cómo obtener la pasta necesaria para afrontar una obra de semejante envergadura? Pues vendiendo el terreno municipal liberado, como financió en sus lustros José Ángel Cuerda y con altos precios la red de equipamientos públicos y sociales. Léase centros cívicos en la vanguardia de su ideario.
El asunto se muestra y esconde como el típico serpenteante que entierra la cabeza a ratos y la emerge en otros. Pero del que llevamos escuchando –de tanto hacerlo puede que nos limitemos a oír– tiempos muy prolongados. Que si transformar el ferrocarril en metro a su paso 'clandestino' por Vitoria, que si la alta velocidad… El tren de nunca acabar. Ya, todos somos conscientes de que las inversiones para lograrlo alcanzan el rango de millonadas. Y no de pesetas, moneda que ahora vemos a través del retrovisor con la ternura que genera la modestia. Ahora hablamos de euros como si no resultaran la multiplicación de aquellas por 166. Por supuesto que la tarea hercúlea exige el compromiso interinstitucional y las recientes declaraciones de Denis Itxaso, delegado del Gobierno central en Euskadi, sonaron a reto para los ejecutivos de la tierra. La respuesta de Urtaran se ha centrado en aceptar el envite y aludir a la venta de asfalto para obtener la tela con la que abonar su parte del acuerdo.
Se trata del chicle estirado hasta el infinito y más allá. Más de una vez he escrito si los nietos de quienes ya tenemos una edad verán por fin –o dejarán de hacerlo, más bien– el discurrir de locomotoras y vagones bajo la brea y la paleta verde de Vitoria. Entiendo que las inversiones necesarias marean al intentar abarcarlas. Pero no puedo evitar que el asunto del soterramiento engrose la extensa lista de los proyectos eternos y hasta fallidos en la capital alavesa.
En muchos casos por la reducción de la política local a riñas de patios escolares que condujeron, valgan los ejemplos, el Auditorio de La Senda al limbo de los proyectos nonatos o el faraónico BAI Center al cuarto de las maquetas sin desarrollar. Igual que ocurre con tantos edificios nobles a los que no terminan de hallar usos durante el concurso de ocurrencias. Sí, entiendo que el desembolso para esconder el tren vale un pastón y parte de otro, pero pongo la mano sobre los ojos a modo de visera y no alcanzo a fijar la línea del horizonte.
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