Tirarse sin paracaídas
Se quiera o no, vivir es tomar decisiones. Y cada vez que adoptas una, renuncias a otras tantas porque una elección lleva siempre aparejado un rechazo
Un vitoriano de cuarenta y cuatro años se tiró en paracaídas y tras perder el conocimiento a quinientos metros del suelo, apenas si se hizo ... unos moratones y alguna fisura de menor cuantía en su encontronazo con el suelo. Como es sabido, las balas no hacen daño por sí mismas, sino por la velocidad a la que vienen hacia ti. Del mismo modo, perder el sentido a medio kilómetro del suelo suele resultar letal.
La noticia reúne méritos, por lo aparatoso del suceso, para su publicación en la edición alavesa de EL CORREO; y también porque desmintió la creencia popular que advierte de que si a la primera no lo haces bien, el paracaidismo no es lo tuyo.
Yo, en cambio, me he tirado sin paracaídas en media docena de ocasiones a lo largo de mi vida y aquí me tienen, vivito y coleando, y sin darme apenas importancia ni reclamar un breve en una página par del periódico.
Bien es cierto que en alguna de ellas tuve algún mal aterrizaje que me provocó daños de índole variopinta. En más de un brete se me partió el corazón. En otro que recuerdo, hasta el alma se me quebró de una vez y para siempre con un pronóstico reservado que me dejó triste y mohíno durante buena parte de la adolescencia. En otra que ahora viene a mi mente, y que hoy me arranca una sonrisa, perdí el oremus con efectos que se prolongaron hasta bien entrado en la madurez.
Pero ¿saben qué les digo?, que pese a las magulladuras del espíritu y a los esguinces mentales, en todas las ocasiones en que salté al vacío, mereció la pena sentir fluir la adrenalina, aun sabiendo que al fin y a la postre vendría el batacazo, el tozolón o el desamor como precio que pagar por la osadía de haber tenido el coraje de dar el último paso en el vacío.
Se quiera o no, vivir es tomar decisiones. Y cada vez que adoptas una, renuncias a otras tantas porque una elección lleva siempre aparejado un rechazo. Por eso hay que asumir cuanto antes, a riesgo de sumergirte en la nostalgia o la desolación, que la vida es un eterno aprendizaje a olvidar y a perdonarse a uno mismo sin necesidad de confesonarios.
Todas estas cosas y muchas otras pensé mientras leía con tristeza la noticia de que cada dos días una persona intenta suicidarse en Euskadi y cerca de dos al mes lo hacen en Vitoria, tratando de poner fin a una existencia que perciben llena de sufrimiento y penalidad.
Recordé un episodio de juventud en la universidad en el que perdimos a un compañero de clase, poeta y rapsoda, el mismo día que acabó con éxito la carrera de periodismo. Tras recoger el último resultado que le acreditaba como licenciado en Ciencias de la Información, se fue camino de la vía y apoyo su cabeza en el raíl, citándose con el expreso de Zaragoza.
Quiero pensar, a modo de consuelo, que tras la desgracia todos los versos tan bellos que fue capaz de trabar y que rebosaban su mente, llenaron el universo mundo de sentido y sensibilidad por unos minutos. Y que, como la luz de una supernova, se proyectaron en todas direcciones tratando de combatir la fealdad y el mal.
La realidad, en cambio, nos dice que su ausencia es irreparable. Por eso es preciso arbitrar todas las medidas que están en nuestra mano para detener esta hemorragia del suicidio que elige de entre sus víctimas a las que acreditan mayor sensibilidad y mayores dosis de afecto y comprensión, o bien a quienes sufren enfermedad.
Resulta irritante que siempre suceda que los canallas se suiciden demasiado tarde, mientras que los espíritus más puros lo hacen demasiado pronto. Si uno piensa en Hitler, por ejemplo, llega a la conclusión de que se suicidó treinta años tarde. O si nos situamos ante el hecho del criminal que asesina a su mujer y se arroja luego por la ventana, se nos antoja que podría haber invertido el modus operandi. O que un sinfín de artistas eligieran borrarse simplemente, privando al mundo de la belleza de sus creaciones sin haber hallado un pescante del que agarrarse a la vida. Por eso, la crudeza de la muerte anticipada resulta irónica, a la par que injusta y desgarradora.
De igual forma, cuando oigo que alguien se suicidó presa de sus demonios interiores, me inflamo pensando que quienes emularon al mismo demonio y condujeron al hombre al exterminio, a la guerra o al sufrimiento, nunca pensaron ni por un momento en quitarse la vida. O en todo caso, el suicidio fue el colofón de sus desmanes.
El compromiso con la vida es ineludible. Lo sabemos bien quienes hemos padecido el azote de la violencia Y prestar apoyo a quien piensa en quitársela constituye una exigencia para todos nosotros. Alguien lo resumió de forma magistral: si algo se rompe, siempre se está demasiado cerca como para ser inocente.
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