¡Piticlín, piticlín, piticlín!
Pensaba yo que llegado el momento de la jubilación mis horas de asueto se iban a intensificar en un lugar de disfrute inigualable en esta ... nuestra magnífica Vitoria-Gasteiz: la calle. Y no lo digo porque considerara pasar a engrosar la nómina del 'IPSROP' (Ingenieros y Peritos Senior en Revisión de Obra Pública) sino porque las calles de mi ciudad, posiblemente como las de todas las urbes de tamaño medio, siempre se me han presentado como un lugar de paseo agradable, pausado, en el que el encuentro con familiares y amigos (ya saben eso de: ¡es que Vitoria es un pañuelo!) propicia la conversación e, incluso, la invitación a compartir un café o un buen Rioja Alavesa en uno de esos bares, tabernas o cafetines que con tanta destreza nos describe el erudito Eduardo Valle Pinedo. Pero no crean que lo soñado está resultando tarea tan fácil.
Sale uno de casa, cargado de buenos propósitos, y tras avanzar unos cuantos metros llega al cruce de Adriano VI con la Avenida de Gasteiz, la avenida de toda la vida, y es entonces, rehuyendo al señor que lleva su carrito o evitando el encontronazo con esa adolescente que corre para no perder el autobús, cuando uno pisa (sin querer ¡lo juro!) ese asfalto de color granate y la puntera del zapato se introduce allí unos centímetros. Es entonces cuando oye el sonido: ¡piticlín, piticlín, piticlín! Seguido de un improperio. Es en ese momento cuando uno cae en la cuenta ¡oh, cielos el carril bici! Con la sensación de haber violado algún espacio sagrado y repuesto ya de la mención a mis muertos, sigo observando a aquel jinete del velocípedo avanzar por el citado carril. El ciclista, o la ciclista, no se me enfaden, sigue avanzando a cierta velocidad cuando, de repente, de la cafetería cercana se levanta una señora que presumo había disfrutado de un sabroso pincho y un café (lo aprecié posteriormente por los fragmentos de tortilla y porcelana en el suelo) y con la parte inferior de su espalda, esa que engarza con las piernas (si digo culo igual algún ministerio de la moral y las buenas costumbres me llama al orden) invade también el carril para biciclos. El golpe, lo que viene siendo una hostia de manual, fue monumental y el ciclista terminó por los suelos, magullado y con el tacón de uno de los zapatos de la señora inserto en el orificio izquierdo de su nariz, por la que asomaba un hilillo de sangre. La señora, con el otro zapato todavía apoyado en el taburete, la cabeza mirando al este y las nalgas al oeste, parecía una de esas posturas del Kama Sutra. Para verlo. Animaba la estampa el chino del bazar cercano, mi amigo Wuan, muy buena persona, que no dejaba de decir - esto todo día, todo día golpe gordo, un día muertos como en Wuhan ¡esto no 'hin hao', no 'hin hao'-. Cuando el ciclista se incorporó, después de sacarse el tacón del zapato del orificio corporal antes citado (y no me refiero al que yo le mencioné orientándole por donde podía irse a tomar algo) lo único que le decía a la señora, encolerizado, era: ¿pero no oyó usted el piticlín, piticlín, del timbre de mi bici?
En La Florida, casi imperceptibles, se adivinan lo que en su día fueron unas líneas blancas del carril bici
Abandoné el escenario del crimen y seguí avanzando por Adriano VI hasta la plazuela de Lovaina (una lagrimilla cayó por mi mejilla al ver la Degustación Eguía cerrada, soy un sentimental), pensando que también aquella otrora agradable plaza me suele deparar momentos memorables. Ya saben un coche que choca con el tranvía, una furgoneta que se sube por los bolardos de Ramiro de Maeztu, un camión de reparto que se queda atrapado en el césped de la vía del trolebús… pero ese día tan sólo observé a un coche de Logroño que dio catorce vueltas a la rotonda antes de acertar con la entrada del aparcamiento de la Catedral. Poca cosa. Así que me dirigí hacia La Florida con intención de ver a la juventud patinar en la navideña pista de hielo. Oigan, fue entrar en el nuestro hermoso parque y escuchar de nuevo ese sonidito del Averno: piticlín, piticlín, piticlín. Dios, pasó el susto y pasó el ciclista, no sin decirme irónico: ¡va usted por el carril de bicis! Les juró que miré al suelo y, casi imperceptibles, se adivinaban lo que en su día debieron ser unas líneas blancas, difíciles de ver para un miope y mucho más para un miope despistado ¡Vaya mañana de piticlín!
Dicen los expertos que debemos caminar atentos a dónde pisamos para no invadir así espacios que corresponden a otros vehículos con los que hemos de compartir espacio. Bien, me parece bien. Pero digo yo que a la calle debemos salir a disfrutar, no a estar en tensión como si de una yincana se tratara. La calle debiera ser espacio para la tranquilidad, para el solaz y el asueto, no para estar más alerta que un soldado de guardia en la garita del polvorín. Que igual habría que pensar que el 'homo erectus' se inventó antes que el 'homo ciclistus', y que algunos podían tener un poco más de consideración para con este hecho histórico (me consta que en Atapuerca no se han hallado bicicletas) y para con el peatón común; incluso si es necesario, como ya hacen muchos, seamos justos, podría el aprendiz de Indurain detenerse y parar la marcha al paso de un humano andante.
Ya otro día les hablo de esos locos que van en patín eléctrico. Espero que los Reyes Magos no les traigan un timbre para la bici. Y si ocurre, ya les digo a todos por dónde se pueden meter el tedioso sonidito ese. Ale ¡Feliz año nuevo! Piticlín, piticlín, piticlín.
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