Historias perdidas de Álava
De Vitoria a México: el increíble viaje de seis alavesas en el siglo XVIIILa travesía para fundar un convento duró 5 años, tiempo en el que sufrieron calamidades y estrecheces y se enfrentaron a los ingleses y a su obispo
Ellas, las mujeres, estaban ahí, sosteniendo el mundo en la sombra, participando de los descubrimientos y de la evangelización de América y Filipinas en segunda ... línea. Pero la historia la contaban ellos: libros, documentos y crónicas apenas dan un renglón a las osadas que se atrevían a cruzar el océano. No es un milagro que existan crónicas escritas por féminas porque las religiosas lo apuntaban todo, sino que hayan resistido casi tres siglos. Y este es el caso. Seis mujeres alavesas, seis monjas a las que acompaña una adolescente de 15 años, futura primera novicia, tienen en el siglo XVIII la misión de fundar un convento en la Ciudad de México, entonces capital del Virreinato de Nueva España, bajo la advocación de la Virgen Blanca y el empuje de la orden de las Brígidas. Cuando están a punto de embarcar en Cádiz se declara una guerra contra Inglaterra que las retiene en esa ciudad andaluza durante 5 años. Finalmente se juegan la piel y navegan con los cañones ingleses apuntando a su barco.
Pero es curioso que hasta que no se han publicado las crónicas de las propias monjas todo el mérito de la fundación del convento había sido para el patrón, también ilustre vitoriano, casado con una viuda rica y terrateniente criolla que había puesto la pasta. Esos diarios monacales, rescatados por estudios de las universidades mexicanas y concretamente por Josefina Muriel, recuperan la visibilidad y la memoria de las religiosas. Sin darse importancia pero dejando un testimonio de mujeres valientes y decididas con una misión clara, un ejemplo de determinación, resistencia humana y fe. Su relato es fiel reflejo de la mentalidad de una época en la que Dios era el centro de todo y extender la evangelización en América un objetivo primordial.
Se llamaban Teresa, Jacinta, Juana, Catalina, Francisca y Tomasa, eran de Vitoria, de La Puebla de Arganzón, de Sarria, de Zurbitu, seis religiosas alavesas de la orden de las Brígidas que fundaron un importante convento en Ciudad de México (entonces Virreinato de Nueva España) bajo la advocación de Santa María de las Nieves, es decir, de la Virgen Blanca. A ellas se unió una niña de 15 años, Francisca Antonia, sobrina del fundador, que también llevaba hábito a su edad.
Lo que conocíamos hasta ahora es que en 1672 un matrimonio novohispano, Francisco de Córdova e Inés de Izita, pidieron permiso para levantar un convento de madres Brígidas en México capital. Sesenta años después, José Francisco de Aguirre y Negro fue quien promovió la creación del monasterio. Había ocupado distintos cargos como abogado y juez en la administración española del virreinato. Era natural de Arroyabe, miembro de la Orden de Calatrava y del Consejo Real, indiano de éxito y uno de los creadores del colegio de San Ignacio de Loyola, o de las Vizcaínas, una de las instituciones con más prestigio en la capital novohispana. Pero incluso en esa decisión había detrás una mujer, Gertrudis Roldán, criolla, que después de estar casada con un hombre rico, Melchor Zurbano o Surbano (otro apellido de raíces alavesas), se unió a Aguirre en segundas nupcias. Su marido fallecido fue en realidad quien puso el dinero y dejó en testamento la orden de levantar un monacato. Que fueran vitorianas, eso lo decidió Aguirre, que conocía bien a las Brígidas, que habían llegado a Vitoria en 1653 y se habían asentado en el edificio que fue el Hospital de San Lázaro y un convento de las Carmelitas de Santa Teresa que acabaron huyendo de la ciudad antes de llegar las Brígidas.
La fundación del convento de México se produjo en Vitoria el 11 de mayo de 1739 dentro del llamado Monasterio de la Magdalena que ocupaban las Brígidas, extramuros de la capital alavesa. En ese lugar se levanta hoy día la catedral nueva. Además de los benefactores Joaquín Hurtado de Mendoza, señor de la casa de Mendoza de Martioda; Pedro Antonio de Mendíbil y Olmos, y Joaquín Dionisio de Mendívil y Aguirre, canónigo de la iglesia colegial de Santa María, familiares de Francisco Aguirre, firmaron las 26 religiosas enclaustradas en el cenobio encabezadas por la abadesa Alfonsa de San Bernardo y la priora María Francisco de la Asunción. El monasterio estaba ocupado por 30 religiosas, 24 de velo negro o madres y seis legas o de velo blanco (hermanas que hacían las tareas domésticas).
Los tres hombres que firmaban el documento actuaban en realidad como apoderados de los verdaderos fundadores que seguían en México capital, según precisa Álvaro Vidal-Abarca, que ha estudiado en profundidad este episodio. Esto es, el nombrado Francisco de Aguirre y su esposa Gertrudis Roldán.
La escritura dejaba claro que la voluntad de los fundadores era «determinar el empleo de sus cuantiosos caudales en llevar y trasplantar la religión de Santa Brígida, según y cómo viven en los reinos de España a lo recoleto en aquel nuevo mundo, y principalmente en la dicha ciudad y corte de México, teniendo especial interés en que seis monjas vitorianas fueran a fundar el nuevo convento». Dejaron 50.000 pesos para la fundación y 100.000 pesos de plata para el mantenimiento de 18 monjas.
Antes del acuerdo hubo un largo carteo atlántico entre el matrimonio fundador y las Brígidas de Victoria (así con 'c' se escribía en el siglo XVIII el nombre de la ciudad) en el que hizo de intermediario el prior del convento de los Franciscanos, Fray José de Mena.
Estas cartas dieron la oportunidad a las religiosas, que acogieron con gran regocijo la elección, de explicar la forma de vivir del convento de la Magdalena. He aquí una interesante muestra del nivel de vida de los conventos vitorianos del siglo XVIII.
«Comemos carne»
«Vestimos lienzo y mucha parte del año se come carne. Tenemos buena cama y calzado, suma asistencia en salud y enfermedad. Tiene el convento un confesor mayor que es hombre de letras y graduaciones. Se le da renta además de a otros dos confesores, otros dos capellanes y tres hermanas para que sirvan fuera del convento (una de ellas viajará a México)». También disponían de dos criados. Todos los gastos salían de las rentas de la comunidad. «El dormitorio es grandes con celdas no estrechas con su retrete y otras piezas como el noviciado, sala de capítulo y oficinas. Dedicamos mucho tiempo a la oración y el coro. Pegado a este convento está la casa del confesor mayor y las hermanas de fuera y demás familia para que con una campanilla se pueda llamar desde el convento por la noche».
La única pega que encontraron fueron las de sus propias hermanas de Valladolid, casa madre de la orden en España refundado por Marina Escobar en 1633. Consideraban que eran ellas las que debían ser elegidas. Tras un polémico proceso judicial en el que intervinieron abogados y obispos finalmente ganaron el pleito las vitorianas, que ya tenían experiencia en la creación de los conventos de Lasarte y Azkoitia.
Va a encabezar el grupo la vitoriana Teresa Brígida Eduarda de Jesús, de 54 años, nombrada abadesa. Era hija de José de Sarria, señor de Erenchun y de la torre de Ascarza, y Mariana Atodo. Había entrado en la comunidad de las Brígidas vitorianas con 14 años y siempre destacó en todo, de manera que a ella se le encargó dirigir el grupo de fundadoras. Fue la primera abadesa y murió a los 66 años.
La segunda religiosa es Juana Petronila del Patrocinio, primera priora y maestra de novicias. Se llamaba antes de entrar en el convento Juana Petronila de Landazuri y Aris, hija de Juan Bautista de Landazuri y de Juana de Aris, de Vitoria. Tenía 45 años al realizar el viaje. Muere en 1750 con 74 años. Había entrado al convento de la Magdalena con 13 años. Siempre estuvo delicada de salud.
La tercera de las monjas era Catalina de la Concepción, 46 años, hija de Basilio de Ondona y de Josefa de Arana, vecinos de La Puebla de Arganzón. Fue la primera cronista, encargada de describir el viaje a América, con una letra maravillosa. Tuvo un accidente de niña que pudo dejarla ciega y que marcó su destino hacia el convento vitoriano al que entró con 16 años. Como tenía una buena dote por su rica familia, dominicas y clarisas pujaron para que entrara en sus conventos respectivos. Se decidió por las Brígidas. Cantaba como los ángeles. Murió en 1764.
Tomasa de San Francisco era el nombre religioso de María Tomasa Hurtado de Mendoza y Bulón, hija de Agustín y María Godolera (flamenca). Nació en Vitoria aunque la familia residía en los Países Bajos. El padre era Marqués de Gauna y teniente de capitán general de los ejércitos de Su Majestad. Tenía 40 años al iniciar el viaje. Murió en 1760.
La quinta religiosa era María Francisca de Jesús. Hija de Pedro Tellechea y María Martínez de Murguía, vecinos de Sarria (Zuia). Fue la segunda abadesa de la comunidad. Tenía 22 años cuando inició el viaje.
La sexta monja fundadora era Jacinta de Santa Bárbara, hija de Juan Bautista de Miguel y Josefa de Garay, vecinos de Zurbitu (Treviño). Era hermana de velo blanco, es decir, con funciones de servicio a las otras monjas. Ofició de previsora, enfermera y refectolera (encargada del comedor). Tenía 37 años cuando comenzó el azaroso viaje.
A este grupo de seis se unió Francisca Antonia de Santa Gertrudis, sobrina del fundador e hija de Pedro Antonio de Mendivil y de Francisca Antonia de Aguirre, todos de Vitoria. Fue la despedida más dolorosa porque sus padres sabían que no la volverían a ver. Apenas tenía 15 años cuando inició la expedición. Entró en la comunidad en 1743 pero murió muy pronto, en 1748, tras una larga enfermedad que tuvo a los fundadores pendientes de ella y a los que se les permitió visitarla en la clausura. En ese mismo año fallecieron los dos fundadores.
Una multitud en la despedida
La salida del convento vitoriano, el 18 de mayo de 1739, hacia su incierto destino en Nueva España fue un acontecimiento social de primera magnitud. Desde las cuatro de la mañana se comenzó a agolpar la gente para entrar en la pequeña iglesia del convento para darles la despedida. Durante la misa de celebración tuvieron que separar a las monjas que se quedaban y las que se marchaban porque constantemente se daban abrazos y brotaban las lágrimas, tal era el cariño que se tenían entre ellas. Las fundadoras se arrodillaron una a una ante la abadesa para recibir su bendición y montaron en dos coches de caballos.
Podemos imaginarnos en la calle Magdalena actual una larga lista de ilustres caballeros y damas encabezados por el diputado general, Francisco Luis de Sarria Paternina, hermano y cuñado de dos monjas; Diego Felipe de Salinas Álava y Unda, señor de Larrinzar, alcalde y juez ordinario; Bartolomé José de Urbina y Zurbano, regidor preeminente de Vitoria y futuro I Marqués de la Alameda, Landázuris, Hurtados de Mendoza, Aguirres (Marqués de Montehermoso), Verásteguis, Zárates….lo más granado de la ciudad, pero también el pueblo llano quería despedir la expedición. «Hasta el punto que impedían en el camino el paso de coches calesas y caballerías».
Las emociones del momento aparecen. Algunas no han salido del convento durante 40 años, pues entraban con 9 y 10 años. La separación de la tierra, de la familia origina lágrimas. Asoma en el viaje por España, de Vitoria a Cádiz, la admiración y el reconocimiento hacia estas mujeres a las que se aplaude su fe y su determinación. Ellas tratan de seguir con sus rutinas de la clausura, pero son agasajadas constantemente. Pasan las noches en conventos, en casas de Grandes de España, de la alta nobleza, de cardenales y obispos.
Hay un séquito de hombres que las acompaña. Dos sobrinos del fundador, un confesor y un capellán. Uno de ellos, canónigo de Santa María es el encargado de pagar los gastos. Deben de ser protegidas en el camino. En Miranda de Ebro, duermen con sus hermanas, las agustinas. En Briviesca, en casa de un gentil hombre que quiere que se queden más días. En Burgos, les reciben en el Monasterio de las Huelgas. Cuando llegan a Madrid, el anfitrión es el mismo Marqués de Montehermoso. Se recuerda en la capital con agradecimiento cómo Vitoria, convertida una vez más en corte, había tratado a los reyes en los tiempos de la Guerra de Sucesión. El viaje suma retrasos por esas estancias de más de un día en algunas ciudades.
Los Príncipes de las Torres, un matrimonio que llevaba 14 años casados y sin hijos, les piden que intercedan ante Santa Brígida, abogada de estos menesteres. Dicho y hecho. A los nueve meses nació su primer hijo y luego, otro.
No todo era bienestar. En algunas ocasiones hubo que pernoctar en «posadas e indignos mesones». Ellas mismas lo cuentan en su diario. «Apenas teníamos donde reclinar la cabeza, ni un lugar para sentarse y descansar un poco». Ellas achacan esos problemas a las rencillas entre los conductores de las carrozas.
Después de un mes llegan a Cádiz. En Jerez fue el mismísimo arzobispo el que las visitó. En Cádiz el obispo les ofreció su casa de campo para descansar antes de entrar en el convento de las reverendas madres descalzas de la Purísima Concepción, que cuidaron muy bien a las vitorianas.
El navío está ya preparado para partir hacia México, pero las autoridades están preocupadas por que se ha detectado a una flota inglesa de 30 barcos en las cercanías. La guerra es inminente y la seguridad aconseja quedarse un tiempo sin embarcar.
Atacan los ingleses
Los nervios afloran, pero la realidad es tozuda. Van a ser 4 años de espera en un convento de Cádiz. La conocida Guerra del Asiento o de la Oreja de Jenkins, va a durar desde 1739 a 1748 y se debió al pulso entre ingleses y españoles para controlar el comercio con América.
Fue en 1743, en medio de un período enconado de la guerra cuando se autoriza a las monjas salir de Cádiz. De nuevo aparecen las lágrimas y los sentimientos de la población gaditana que había convivido con las Brígidas vitorianas. El obispo se excusó porque no quería llorar ante las monjas. Finalmente embarcaron en un navío de nombre 'Nuestra señora del Rosario, señor San José y San Francisco de Paula', aunque curiosamente y para abreviar lo denominaban Sánchez. Así lo describen:
«Esta era tan estrecha a causa de los muchos pasajeros que cargaron en dicha nao, con la buena fe de ir en el tantas comunidades, pues venían dos misiones de religiosos: la una de Descalzos de San Pedro de Alcántara y la otra de los que llaman de la Santa Cruz de Querétaro, ambos franciscanos».
La situación dentro del barco para las monjas no era agradable. El camarote era tan pequeño que no podían sentarse todas a la vez y no había sitio ni para una mesa, además del calor excesivo. Después de tres días a bordo, el navío seguía en la bahía por falta de viento. La amenaza inglesa apareció de nuevo y el obispo decidió devolverlas al convento. Las religiosas estaban muy afligidas porque su misión tenía que esperar de nuevo y pusieron todas sus fuerzas en rezar para que «Dios mandara el viento». Pocas horas antes de que fueran devueltas a tierra, el aire empezó a soplar. Las Brígidas respiraron. La fecha era el 3 de mayo de 1743. En 5 días ya divisaban las Canarias, una velocidad récord en aquellos tiempos. A los pocos días la flota inglesa apresó un barco en las proximidades de la Bahía de Cádiz. Se habían salvado de milagro.
Pero el peligro acechaba. Los buques ingleses estaban en todas partes amenazando las líneas de navegación hacia América y una flotilla de tres fragatas se pusieron frente al barco de las monjas. La tripulación las bajó junto a algunos religiosos a la 'santabárbara' o pañol de la pólvora y las municiones, en lo más profundo del navío, mientras se prestaban al combate. Eran tres buques de guerra frente a un barco dedicado a pasajeros y mercancías. Las monjas debieron sacar una pequeña figura del Niño Jesús Peregrino que lleva un cayado en la mano y a él invocaron protección.
El rezo debió surtir efecto porque los ingleses acabaron marchándose tras amagar el combate naval. De nuevo se habían salvado porque supieron después que el capitán inglés se tiraba de los pelos arrepentido por no haber apresado el mercante de las religiosas.
La travesía hasta el Nuevo Mundo fue deprisa con el viento a favor. Como faltaron víveres hubo que hacer una parada en San Juan de Puerto Rico. Había sequía y la noche en que llegaron las monjas llovió. Todos estos detalles 'milagrosos' se apuntan en los diarios. Se hospedaron en casa del obispo, con sede vacante, y comprobaron directamente la muerte de los enfermos de la peste negra, alguno de los cuales también dormía en el palacio episcopal. El hedor era insoportable, cuentan las monjas en sus crónicas.
A los trece días, zarparon de nuevo bajo el amparo de un navío de guerra recién llegado de España que escoltaría el barco. Aún hubo otra escala en Cuba para acoger a un obispo, lo que hizo más patente los calores de aquellas tierras. Las monjas vieron cómo se actuaba cuando se muere en el mar y el cuerpo del fallecido es lanzado al agua.
A los ocho días atracan en el puerto de Veracruz. Son recibidas por Gaspar Saenz Rico, que las llevó a su casa. De nuevo, el recibimiento es grandioso. Pasan por el Santuario de Guadalupe, que ya entonces era muy especial para todos los que llegaban a América. Los patronos, Francisco y Gertrudis, que las reciben con mucho cariño se unen a la expedición hacia México. Otro vitoriano, Francisco Echabarri, oidor de la Audiencia, se une también a la caravana que marcha hacia la capital mexicana. Las monjas siempre están escoltadas por comisarios enviados por el arzobispo, virrey y capitán general de Nueva España, Juan Antonio Vizarrón y Eguiarreta.
Cuando llegan a la capital novohispana, entonces una ciudad más grande y rica que Madrid, se produce otro recibimiento grandioso. Pero tienen que residir en otro convento, el Regina Coeli de las madres concepcionistas, porque el suyo está aún en construcción y las obras se retrasan por falta de fondos. De nuevo, les entra la intranquilidad porque viven con estrecheces y no pueden desarrollar sus costumbres de clausura. La situación se agrava tanto que la madre abadesa, Teresa, pide permiso para salir de su residencia provisional y vivir en su convento, tal y como estaba.
Acabaron en la casa del fundador que las acogió con cariño, pero el arzobispo Vizarrón montó en cólera y les pidió que volvieran al convento de Regina Coeli. Su respuesta fue que antes volvían a Vitoria que al monasterio. Se dieron órdenes de encerrarlas dentro de la casa del fundador con cierre exterior de puertas y ventanas. La Diócesis se tomó la postura de las monjas como un acto grave de desobediencia y las amenazó con distribuir a las novicias en distintos conventos y devolverlas de nuevo a España.
«Cuidar a mis Brígidas»
La intervención del nuevo virrey, Conde de Fuenclara, fue decisiva para enfriar el conflicto. Este hombre conminó a las autoridades eclesiásticas: «Caballeros, cuidado con hablar mal de mis Brígidas y no maltratármelas, que las quiero mucho». Estas palabras bastaron para cerrar las polémicas.
El 21 de diciembre de 1744, más de 5 años después de salir de Vitoria, acabaron las peregrinaciones de las alavesas. Entraron con una imagen del 'Ecce Homo', un lienzo de Santa Brígida que venía de Vitoria y un cristo crucificado, regalo de una bienhechora.
Sin ajuar, sin lo preciso para vivir, con apenas un brasero para la lumbre y unas verduras sobre una ventana. La fundadora les mandó unos frijoles «que comieron delante del brasero, sentadas en el suelo, sin sillas, a los cuatro vientos, pues en diciembre hacía frío y no había puertas ni ventanas. Estaban al raso, sin techo, sin cristales, «hasta el punto de pobreza que lo compararon con el Portal de Belén». Ni una estera vieja donde sentarse, con apenas un pan para comer, una torta o unos huevos.
La situación llegó a oídos del virrey que envió alimentos. Las monjas pidieron de rodillas perdón al obispo Vizarrón que las levantó entre lágrimas y no hubo reprimenda, sino que las volvió a apoyar. Poco a poco las cosas se normalizaron. Un vizcaíno llamado Domingo Sarralde les regaló una Virgen de Aránzazu, y comenzaron a llegar reliquias -dos lignum crucis- del propio obispado y de un noble.
De arquitectura colonial barroca maravillosa y con una Virgen de las Nieves en la hornacina principal que recordaba a la Virgen Blanca y a su origen vitoriano, el convento de las Madres Brígidas de Ciudad de México fue una referencia en el centro histórico de la capital novohispana hasta que en 1867, tras la expulsión de las monjas y su exclaustración se convirtió en cárcel por instrucciones de Benito Juárez. Las religiosas tras peregrinar por varias casas se establecieron en Tacubaya. La iglesia fue utilizada por la alta sociedad mexicana. Entre otras imágenes había un Cristo Crucificado, llamado de las Injurias porque había sido desmembrado. Finalmente fue derruido para construir uno de los ejes principales de comunicación de la ciudad en 1933, a pesar de estar protegido.
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