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Todas las mañanas desde hace más de un mes, cuando dejo la calle San Antonio y enfilo San Prudencio camino del gimnasio, me encuentro con un nuevo vecino que se ha instalado, con armas y bagajes, en pleno corazón del centro urbano de Vitoria.
En ... mitad del Ensanche del XIX, amparado por uno de los escaparates del supermercado que ocupa los bajos de unos antiguos cines, aquel campamento parece un anuncio viviente -como el mismísimo Belén de La Florida- que anticipara algún nuevo estreno de Dickens en las pantallas de los extintos Guridi.
Allí mismo, resguardado por la luna del súper, descansa con un sueño a prueba de bombas un muchacho indigente. No se le ve apenas; tan sólo se le intuye por el pequeño bulto que deja su cuerpo, enterrado bajo una hermética pila de mantas. Un perro negro, que recuerda vagamente las trazas de un pastor belga, le presta generoso un poco de su calor corporal, encimándole con su pelambrera para procurarle abrigo.
Las posesiones del chico se amontonan abarrotadas dentro de un carrito de supermercado que hace el papel de guardarropa y de despensa a la vez. Estos días de mañanas criminales, como si crecieran y salieran por ensalmo de entre las baldosas de la calle, aparecieron entre sus pertenencias un saco de pienso con que alimentar al can, una garrafa de cinco litros de agua que algún cliente del súper le compró para apagar su sed y la del chucho, y hasta un recogedor con el que mantener la zona despejada de basuras e inmundicias.
En el carrito de la compra se disputan el sitio unos choco-flakes de Cuétara, junto a todo tipo de suplementos alimenticios para el can; como si la salud de la mascota ocupara un lugar preminente en la vida de nuestro vagabundo. Mientras, un anuncio de tres por cuatro metros de un jamón ibérico decora insultante la pared de cristal del escaparate bajo el que se ubica el asentamiento de nuestro nómada.
En estos días tan fríos, en que las mañanas nos devuelven el apelativo de Siberia-Gasteiz, todos los que por allí pasamos nos preguntamos cómo estará el sintecho, sumergido por entre los pliegues de ese montón de mantas que le cubre y lo protege de los rigores de un enero que viene con el cuchillo entre los dientes.
Hace ya unas semanas, cuando soplaba el sur, presagiando la llegada de una borrasca, las temperaturas más benignas permitían ver a aquel chico durmiendo como un bendito como si no hubiera pesadilla alguna que perturbara su tranquilidad.
Quienes lo vemos todos los días no apreciamos decadencia en su persona sino, al contrario, una vitalidad increíble de la que hace gala charlando con los vecinos que, preocupados por su salud, le dan palique y le preguntan por sus cuitas. Allí, hospitalario y amable, recibe a quienes pasan a visitarlo o a aquellos que de cuando en cuando se sientan y quedan al cuidado de sus incontables pertenencias durante sus ausencias.
Las visitas se acomodan en el bordillo del BM que hace las veces de butaquita de recibidor. Uno los mira de dos en dos, charlando tan panchos, y juraría que se asemejan a un par de viajeros en un tranvía que conversaran amigablemente camino del próximo apeadero. Y tras ellos, omnipresente, ese vinilo de un jamón monumental que adorna la pared de tan peculiar salita de estar, como si de un retablo neogótico se tratara.
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