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Conoce el estudio de Zigor Anguiano, uno de los últimos encuadernadores de Vitoria
Efectos espaciales ·
Como un cirujano, cose ejemplares maltrechos y da lustre a los más anodinosLa punta de la aguja, enhebrada con hilo de lino recio, atraviesa el papel sin aparente esfuerzo para entrar en el lomo del fino cuadernillo y coserlo a puntadas prietas. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez, hasta llegar al final de la página. Más que a un costurero remendón echando un zurcido para salir del paso, la labor de Zigor Anguiano recuerda a la de un cirujano de pulso firme cerrando una herida supurante tras una delicada operación a vida o muerte. Sobre la gran mesa de trabajo, bisturís, compases, plegaderas y más agujas relucientes. En el centro, el paciente: un libro viejo, hecho polvo el pobre, que descansa en un vetusto telar de madera, igual que un enfermo convaleciente encamado que anhela con curarse.
Si el artista artesano, uno de los últimos encuadernadores que quedan Vitoria, es una suerte de cirujano capaz de sanar libros comatosos, su pequeño taller de Nueva Fuera es un quirófano. Todo blanco, sí, pero en absoluto aséptico. Cada rincón del espacio -ordenado sin pretenderlo demasiado-, cada máquina desconchada, cada página amarillenta, cada cubierta huérfana del resto del volumen respira personalidad y suscita en el visitante esa rara fascinación que sólo consiguen provocar las cosas que uno no sabe cómo diantres funcionan.
Hay una vieja prensa vertical, con su tornillo grueso, su rueda tan parecida a un volante pequeñito, como de juguete, y sus planchas de madera oscura. Es un cacharro éste que, de tan vetusto, no habría desentonado lo más mínimo en la parisina imprenta Lemercier, donde se remataban a mediados del XIX las primeras ediciones de 'Madame Bovary' en lujosa piel noble y abigarrados títulos de generoso pan de oro. También hay una imprenta térmica, capaz de estampar con calor grabados en las cubiertas de los libros, y una de cajo, que resulta ser esa pestañita diminuta que une la tapa al lomo de un libro.
Como oro en paño, en unos cajoncitos compartimentados en minucioso orden alfabético, se guardan relucientes tipos de bronce tallados con sus letritas de distintos tamaños y estilos hasta formar abecedarios completos. En un estante, enrolladas en canutos, las telas que vestirán las cubiertas de cartón de diferente gramaje. También las pieles, reservadas para dar lustre a las obras de campanillas. Y, como si fueran gasas quirúrgicas o vendas de escayolar, en un rinconcito se apilan las tarlatanas, que sirven para reforzar los lomos de los maltrechos ejemplares que llegan al taller del encuadernador.
Una edición de 'Doctor Zhivago' que había perdido el lustre, unos tomos ajados del Archivo Histórico o las revistas del abuelo que alguien quiso encuadernar son algunos de los encargos que se apilan en el taller, donde también se afrontan encargos muchísimo más prosaicos. 'Ana y Pepe', 'Juan y Laura'... se lee en cubiertas de tela, en álbumes que guardan colecciones de fotos de gente sonriente y emperifollada. Hasta que la muerte (o el divorcio) les separe.
En el escaparate, en una mesa expositora, el encuadernador muestra con orgullo sus proyectos más brillantes, como esa cubierta tan lujosa que diseñó, con su solemne caja y todo, para una edición no menos suntuosa del 'Fausto' de Goethe. Es una de las obras premiadas, uno de los trabajos de Anguiano que han encontrado acomodo en prestigiosísimas estanterías como las de la The Bodleain Libraries de Oxford o la sueca The Nobel Library.
Y, a puntadas, entre páginas amarillentas, entre joyas de rústica y tapa dura, uno se pregunta si el de sanador de libros no pasaría por ser el mejor trabajo del mundo.