Una boda y cuatro funerales
La Iglesia sólo oficia uno de cada diez matrimonios en la actualidad
El Instituto Nacional de Estadística acaba de poner, negro sobre blanco, una realidad incontestable: los novios españoles, los vascos y los alaveses de igual modo, ... ya no se casan por la Iglesia. Los datos revelan que mientras en 1996 ocho de cada diez bodas que se celebraban en Vitoria tenían lugar en olor de santidad, en 2020 sólo una de cada diez se perpetra en un templo religioso.
En la actualidad, ya no te llevan al altar para desposarte como antaño; en todo caso te conducen al huerto si te descuidas o bien al salón de bodas del Ayuntamiento. La oferta municipal resulta variada y puedes elegir concejal para el evento preguntando por el perfil de cada cual y mirando el 'book' fotográfico que te ofrecen en Secretaría General con el careto de todos los oficiantes disponibles para que elijas con sólo un vistazo un amor concejil a primera vista.
Hay que subrayar que no es cosa menor saber lo que quieres antes de elegir 'edilcura'. No conviene ir desprevenido a solicitar tu enlace, elegir al buen tuntún y que te case alguien en mangas de camisa, sin afeitar o con pinta de resaca monumental, con el pico de la camisa asomando por la bragueta, que de todo ha habido en la Casa Consistorial.
Bien es cierto que la mascarilla ha prestado un servicio impagable a los oficiantes, al permitirles celebrar sin afeitarse y pasar totalmente desapercibidos, con la cara oculta y a buen recaudo. Y no podemos olvidar tampoco el punto txistulari, por cortesía del 'Ayunta', que le aporta al evento el valor añadido que exige el momento, porque el 'Agur jaunak' sigue siendo un seguro de sol y sus notas continúan emocionando y poniéndole los pelos como escarpias al respetable.
Con esta competencia, la caída de enlaces celebrados mediante el rito católico ha sido espectacular. De representar el 72%, los matrimonios religiosos han pasado a representar un 12% del total de enlaces en apenas quince años. Para que se hagan una idea de la dimensión del descalabro, si una reducción de esta magnitud hubiera tenido lugar entre la clientela de la Coca-Cola, a estas alturas habrían echado ya la persiana de la compañía tras haber enviado a galeras al CEO y fusilado al amanecer a todo el consejo de administración.
Sin duda los números facilitados por el INE dibujan una elocuente fotografía del drástico cambio acaecido entre la generación que cuenta hoy con treinta años, y la del 'baby boom' del siglo XX. Por aquel entonces la Iglesia condicionaba absolutamente nuestras vidas y colonizaba nuestros acomplejados rituales sociales. O estabas bien casado, por la Iglesia por supuesto, o te ibas a aquellas salas siniestras de los antiguos juzgados de Olaguíbel, sin protocolo alguno, donde los novios parecían más los acusados en un juicio por impago que los protagonistas de un enlace matrimonial.
Las cosas entonces se podían hacer de dos maneras: como dios manda o mal. Porque las bodas eran de primera o de cuarta división, no había término medio. Si ibas al juzgado es que tenías algo que ocultar y las dudas sobrevolaban una ceremonia ajena al más mínimo ambiente festivo, con esa solemnidad de naftalina más propia del tanatorio que del casorio.
Prescindir del rito eclesial te convertía en sospechoso y en persona de poco fuste ante el establishment de la época. Los jueces llevaban entonces ese bigotillo fino, como para subrayar la nariz, y parecía que más que declarar casados a los novios, los condenaban a soportarse por el resto de sus vidas por el artículo 33, cuarenta años y un día, con el golpe de mallete incluido que siempre acompaña la sentencia.
– Yo os condeno –perdón–, os declaro marido y mujer.
Recuerdo que tras la calva del magistrado siempre colgaba algún cuadro gigantesco de dudosa paternidad artística que, más que solemnidad, aportaba un 'look' transilvano al evento. Verdaderamente aquel ritual bajaba la libido al novio más pintado y quitaba las ganas de contraer matrimonio a la cohorte de amigos que ejercían de figurantes en la ceremonia.
Hoy, por fortuna, las cosas se hacen como uno estima conveniente. Y no parece que los jóvenes estén dispuestos a poner cara de besugo durante las terapias prematrimoniales de las parroquias, cuando el sacerdote te hablaba de la pureza y de las autolimitaciones en los roces prenupciales. Que con un poquito de gel hidroalcohólico antes y después de los contactos estrechos vas que ardes.
Bien es cierto que la Iglesia sigue ostentando el liderazgo de las estadísticas en las celebraciones de funerales, aunque los tanatorios de las funerarias no les van a la zaga y a punto están de hacerles una opa hostil. En este nicho de negocio –nunca mejor dicho– la Iglesia católica está dando la última batalla por la cuota de mercado de despedidas y decesos. La iniciativa privada realiza funciones muy aseadas, hay que reconocerlo. Pero lo que viene siendo la oferta estrella –ofrecer un sitio preeminente en el paraíso– constituye un acicate difícilmente equiparable, frente al que la competencia está inerme.
La Iglesia es líder claro en el sector y lidera el ranking al ofrecerte un viaje sideral con asiento en preferente. El 'pack' de la oferta incluye también la garantía de que si no quedas satisfecho te reintegran el dinero. Bien es cierto que el cliente no suele quejarse, salvo algún contado caso de catalepsia. Que siempre tiene que haber algún finado tocapelotas empeñado en 'malmorirse' a plazos.
A mí siempre me han gustado los ritos funerarios mexicanos, mixtura de cultura indígena y ritos católicos. Si te acercas por allí el día de los difuntos ves a las gentes con sus fiambreras y sus cestas haciendo picnics entre nichos y panteones, como si estuvieran en un merendero. Y para pintorescos, los rituales hindúes que vemos en La 2, donde guardan al abuelo amojamado y lo sientan los domingos a la mesa, como si fuera uno más, todo tieso presidiendo el ágape de cuerpo presente.
El punto lúgubre
Nosotros somos más de poner cara de congoja, de darle un punto lúgubre al acto de la despedida. Porque vamos detrás del cura camino del cementerio pregonando que hay otra vida mejor, pero ninguno de los que procesionan parece querer ir voluntariamente a vida tan promisoria, salvo la pobre Santa Teresa, que moría porque no moría. Y resulta entendible que acabes tirando del tráfico de influencias y vayas al templo a rendir pleitesía y certificar tu última instancia para el traslado al edén.
En honor a la verdad, hay que reconocer que en los tiempos que corren, si el cliente no cuenta con un vídeo promocional del paraíso, como aquellos pisos piloto tan coquetos que ponían antes las inmobiliarias, pues uno no acaba de tenerle fe del todo al tránsito garantizado a mejor vida.
Es este lapsus del servicio de ventas de la Iglesia el que puede acabar haciendo mella en el único reducto ritual que aún lideran en nuestro país. Así que o se reinventan tirando de realidad virtual, pongo por caso, o acabarán entregando la cuchara también en este nicho de negocio, como ya viene ocurriendo en las bodas. La Iglesia tiene mucho que recapacitar sobre su misión en la sociedad contemporánea, a riesgo de caer en la irrelevancia. Como decía don Ramón: «¡Qué tragedia! Envejecían sus manos y no envejecían sus sortijas».
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