De las innumerables y sesudas interpretaciones de la pandemia y de sus efectos sobre el ser humano, hay algunas que me sumen en la más ... absoluta perplejidad. Cuando escucho a los psicólogos hablar del tiempo robado, del secuestro que padecen los adolescentes, de los momentos perdidos que a esta edad resultan irrecuperables, entiendo por qué amo tanto a mi perro.
Imagino a cuantos afirman que les están robando la adolescencia porque les han jodido el botellón y observo con curiosidad de entomólogo su reacción de protesta pillándose un pedo del diez en una fiesta clandestina en un convento en Derio al grito de libertad. Entonces surge el animal que llevo dentro y me dan ganas de llamar a los grises, aquellos polis que corrían que se jodían con un abrigo tres cuartos de paño, repartiendo hostias a diestro y siniestro durante la dictadura.
Así que viendo ahora a estos rehenes de la pandemia se me corta el cutis cuando leo sus hazañas bélicas en las redes, veo su lucha por la libertad, y asisto a su desafío al sistema compartiendo sus experiencias en redes y dejando pruebas gráficas de su militancia transgresora:
-¿Qué tal ayer?
-Fue una noche gloriosa. Me salté el toque de queda y me sentí libre al fin. No me acuerdo de nada del colocón que agarré, pero estuvo guay. Creo que pillé en el coche, aunque no recuerdo exactamente con quién. Fue una noche que nadie pudo robarme y que habrá que repetir. Fight for freedom, man.
Me pregunto qué hemos hecho los padres sobreprotectores de esta Generación Mindundi (G.M.) para merecer este castigo. Porque no me cabe ninguna duda de que tenemos buena parte de responsabilidad. Nadie nos dio el libro de instrucciones ni había tutoriales ni YouTube cuando criamos a estos querubines. Y claro, si para hacer unas rosquillas necesitamos un video demostrativo y nos quedan como el culo, imagínate para la paternidad.
Nosotros también tuvimos el punto egoísta y prepotente de la adolescencia que retaba al mundo, que desafiaba los principios sacrosantos que inspiraban aquella sociedad y que abominaba de las injusticias contra las que levantaba la voz a cada oportunidad. También fuimos injustos con nuestros padres en ocasiones desafiando su autoridad sin piedad, sin cuartel y sin cartas de navegación.
Hoy por contra, a algunos de estos voluntarios de la democracia «por los cojones» (p.l.c: sufijo aragonés que expresa negación) les encanta dejarse enredar por la inanidad. Su lucha es un videojuego en la PS, sumergidos como están en la elusión digital sin reparar en que el medio es el mensaje. Así, sin notarlo apenas, el fino hilo de la libertad y de la rebeldía se les ha ido anudando alrededor de su garganta digital hasta enmudecerlos.
Si lo pensamos bien, cada cual carga con su pedrada particular, que no es moco de pavo. Nadie se libra del trozo de chope, con o sin aceituna, que le toca en suerte. Y a menudo acabo pensando que estos encierros provocados por el virus y la necesidad de aislarnos para sobrevivir me han conducido a una suerte de síndrome de Estocolmo. Haciendo de la necesidad virtud, he tratado de buscarle al aislamiento el lado inusual, el ángulo atractivo, la perspectiva sugerente. Y en busca del tiempo perdido acabé encontrándole algún sentido a esta desocialización.
Todavía me resulta curioso el hecho de que nadie hable de lo que nos ha regalado este tiempo de recogimiento en el que hemos podido recuperar tantas y tantas cosas que anhelábamos y que un día dejamos abandonadas en algún rincón del desván, acumulando polvo como aquel arpa de Gustavo Adolfo Bécquer.
Así, como por ensalmo, algunos hemos redescubierto la convivencia en pareja sin prisas ni urgencias, la conciliación desde la normalidad sin hacer de ello una cuestión de principios, la placidez de la lectura compulsiva, los maratones de series, la música de fondo meciéndote sin contemplaciones, el bricolaje impío, la plancha infinita, las cartas a los amigos que hace tanto que no ves y a los que añoras, las videoconferencias para las que te peinas y te afeitas como si estuvieras en la infancia y te prepararas para ir a la misa dominical, las charlas en el sofá sobre el devenir familiar y sobre cómo están las hijas y el modo en que van creciendo las nietas a centímetro por mes y las cuitas familiares.
Aprendimos de nuevo la olvidada sensación de mirarse y remirarse y admirarse del paso del tiempo compartido con nuestra pareja contra todo pronóstico; el espiarla cuando se enfunda ese camisón interminable que le regalaste en un arrebato de victoriasecretismo; el dejarse crecer la barba para ir suprimiéndola por fascículos y convertirla en perilla primero, luego en bigotón de guardia civil, más tarde en bigotín de Errol Flynn hasta llegar al bigote hitleriano durante unos segundos terroríficos en los que sales del baño y tu mujer te persigue con la escoba, antes de su completa exterminación.
No diré que la pandemia ha sido un regalo, porque sería una desconsideración hacerlo con tanto luto como el que compartimos a diario. Pero este tiempo, como el que acompaña a tragedias y desastres a lo largo de la vida, ha exigido de nosotros un cambio drástico de actitud, mayores dosis de tolerancia, una proverbial capacidad de adaptación a las circunstancias a las que hemos debido sobreponernos y buenas porciones de generosidad y paciencia con el prójimo en todas las colas por las que nos toca desfilar con un estoicismo digno de mejor causa: la del pan, la del mercado, la del jamón, la de la farmacia, la del paro.
Leo en el diario que las estadísticas señalan un notable incremento de los divorcios en nuestra ciudad durante la pandemia. Y me digo que quizás, del mismo modo que los vientos fuertes de un temporal despojan de hojas los árboles, las tempestades emocionales desnudan los sentimientos e imposibilitan ocultar el desamor, el tedio o el aburrimiento.
Sigamos por esa senda a ver qué luz encontramos, que cantaba Lole. Y seamos pacientes con los jóvenes a pesar de todo porque, como decimos los viejos corroídos por la envidia, la juventud es un mal que se cura con el tiempo. Y sería una verdadera lástima que su huella se perdiera como las lágrimas en la lluvia de Roy Batty.
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