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Charo Casado, de La Vascongada, ya en plena liquidación antes del cierre.

Anitua, Ibarra, La Vascongada... Vitoria se desangra de tiendas centenarias

Cierra la lencería de la calle Postas como antes lo hicieron la joyería Anitua, la confitería Hueto, Maximino Pérez o Calzados Landaluce. El selecto club de los comercios vitorianos que han visto tres siglos diferentes pierde miembros gota a gota, sin nada que lo pueda remediar

Francisco Góngora

Miércoles, 20 de enero 2016, 02:09

«Cruzaba con frecuencia la plaza (de España). Su aspecto y su aire le agradaban. Era un lugar apacible y discreto. Daba la vuelta a los soportales. Había tiendas de instrumentos agrícolas, un óptico, Mendía, y un café, 'La Oñatiarra'. Javier (el protagonista) leía los nombres en las muestras de los comercios: Atauri, Atorrasagasti, Zubillaga, Junguitu. Le daba todo una impresión amable. En un rincón estaba el café de 'La Unión', con cierto aire del siglo XIX, y en una puerta un letrero muy vitoriano: 'Luisa Zañartu. Se hacen vainicas'». Sirva la larga cita de la novela de Pío Baroja 'el cura de Monleón', inspirada en la Vitoria de los años previos a la Guerra Civil, para mostrar la importancia de las tiendas en el paisaje urbano y cómo algunas superan de una manera heroica el implacable paso del tiempo. De una de ellas se conoció ayer que ya se ha marcado fecha de caducidad: Lencería La Vascongada, en la calle Postas, cerrará esta primavera y ya ha comenzado a despachar el género a precios rebajados. Con Charo Casado y sus empleadas desde hace décadas (Tomi, Aurori, Marimar, Rosa Mari) se va también un pedazo de la historia de Vitoria.

Optica Mendia y Junguitu, tiendas que conoció Baroja, son centenarias y hasta hace apenas un año, cuandi Junguitu cambió de local, ambas seguían donde él las conoció. Pero el club de aquellos que han visto pasar tres siglos sigue perdiendo efectivos. En breve lo dejará La Vascongada, un clásico de la calle Postas con más de 150 años de historia, que echa la persiana en mayo por jubilación, el gran mal de los comercios centenarios, la falta de relevo. No es el único en los últimos años. Pañería Martínez y Vinós lo hicieron en 2002. La Heladería Quico o Aldama abandonaron este camino de los irreductibles algo antes. Maximino Pérez cerró su delicatesen de curioso acceso a través de un tabique móvil hace una década. La joyería Anitua acaba de terminar con su larga actividad. Las modas, la falta de relevo generacional, los nuevos tiempos en definitiva, pasan factura a un sector, el comercial, siempre sensible a lo que se mueve para bien y para mal.

Son ya menos de una veintena los establecimientos vitorianos que aún aguantan, cada uno con una historia impresionante porque no es la biografía de un solo individuo, sino la de cuatro, cinco o seis generaciones luchando por una idea y por una forma de vivir. A ellos habría que añadir instituciones centenarias como el Círculo Vitoriano (1864), Pompas Fúnebres Lauzurica (1870) o la imprenta Hijos de Iturbe (1900). En sus anaqueles y estanterías, en sus libros de cuentas, en sus escaparates, a veces sin cambiar durante muchos años, se conserva también el aliento de la vida cotidiana de los vitorianos. Sus niveles de renta, su lucha por sobrevivir.

Hay una hermandad invisible entre los propietarios de estos comercios de leyenda. Hace ahora una década, Emma Ibarra reconocía que se le encogió el corazón al conocer el cierre de Maximino Pérez «y cada vez que se va una de las veteranas se produce un vacío que nadie llena, aunque a mí personalmente me venga bien porque sea la competencia», aseguraba la biznieta del fundador del negocio, Pablo Ibarra, en 1870, y la sexta generación de una familia de sastres que llegó de Bizkaia en 1800. Frente a la industrialización de todo lo textil, la artesanía de un traje hecho a medida, con el tiempo necesario para un buen corte, era la nota que distinguía a la casa, situada en la plaza de los Fueros. Ibarra, finalmente, también terminó cerrando. Su local será ahora un restaurante de una cadena local, Green.

De entre los comercios veteranos, el decano era la confitería Hueto. Rosa, la séptima generación del negocio fundado en 1826 por Hilario de Hueto se retiró y el local terminó cerrando poco después. El último día tuvo que ser una víspera de Reyes, cuando los niños viven ese momento mágico de la creencia en los cuentos y en la fantasía. La confitería Hueto dijo adiós para siempre el 5 de enero de 2007. Se cerraban así 181 años de la historia más dulce y más tierna de Vitoria. También de la más conocida allende nuestras fronteras. Que se lo digan a Alfonso XIII que se chupaba los dedos con los «alfonsinos» bautizados en su honor. Fórmulas antiguas, sabores de siempre, materia prima de calidad y tiempo para hacer las cosas -hay frutas que necesitaban un mes para confitarse- eran los ingredientes de un obrador clásico, de los que han hecho grande la pastelería vitoriana. «Era el momento de marcharse. Nuestro secreto es haber sido fieles a lo de siempre. Los muy golosos saben que nuestros dulces están elaborados con buenos ingredientes y con mucho tiempo», apuntaba la decana de los centenarios. Precisamente, una excelencia que muchos consumidores han dejado de buscar.

Hueto se fue, pero la Farmacía Puente, en el 2 de San Francisco, continúa despachando al pie de la Cuesta. Resiste los zarpazos inmisericordes de la contemporaneidad vitoriana desde nada menos que 1826, cuando Valentín de Verástegui ocupaba el sillón de diputado general. Esa fecha le confiere a la Farmacia Puente la segunda posición en el ránking de empresas en activo más antiguas de la ciudad y el primer puesto en el de comercios más legendarios. En estos más de 188 años de historia dos familias (Fernández de Arellano y Puente) y siete generaciones de farmacéuticos titulares han pasado por el negocio. También hay otra farmacía entre las veteranas. Zulueta, en la calle Dato

Landaluce, en los Arquillos

A lo largo de los últimos años, en EL CORREO hemos charlado con muchos de los comerciantes que no han tenido otro remedio que echar la persiana a sus tiendas centenarias. También lo hizo Landaluce, José Ramón, que miraba al cielo los días previos a La Blanca. Si las fiestas venían con lluvia, sabía que vendería abarcas de goma. Si venían secas, de cuero. La zapatería de Landaluce, situada en el bajo de Los Arquillos de Mateo Moraza, era con su covacha un monumento arquitectónico.

Cada viejo zapato de su pequeño museo, todos elaborados con dedicación artesana, tenía una historia que contar. José Ramón, un enamorado de las pequeñas historias domésticas de Vitoria, podía repasar toda la trayectoria de su familia en una tertulia sin fin, como las que se celebraban en los propios comercios después del cierre. Impresionaba oírle hablar del reparto del trabajo especializado de una zapatería o cómo se aprovechaban los zapatos blancos de los niños de la primera comunión que se teñían de negro o se cortaban las punteras cuando crecían los pies. «Los zapatos tenían que durar toda la vida», relataba entonces. Landaluce también cerró y dejó paso en su espectacular comercio a una tienda de cocinas de diseño.

La tienda de Sucesores de Junguitu en la plaza de la Virgen Blanca, citada por Baroja, era también otra de las de toda la vida. El suelo de madera, mil veces parcheado, lo pudo pisar el genial escritor guipuzcoano. Una caja registradora era lo más parecido a la modernidad que se veía hace unos años... Eso y el afán de lucha inquebrantable de la familia que dirigía el negocio, a quienes ni siquiera les pudo doblegar la extinción de las rentas antiguas. En lugar de echar la persiana, se trasladaron a la calle Herrería, a apenas 100 metros de su histórico emplazamiento «No nos renuevan el alquiler y nos marchamos», explicaron. «Ahora estamos acondicionando el nuevo local, donde ofreceremos la misma selección de productos y precios», precisó. Y así fue.

A los directores de cine aún les impresiona más la estampa antigua, como de novela de Dickens, del callejón que conduce a la Cuchillería Ferreiro, junto al bar la Unión y en paralelo con otro histórico como Coello, al otro lado de la plaza. Aquí grabó algunas tomas Juanma Bajo Ulloa en 'La madre Muerta' o se tomaron escenas de la película 'Fiesta' ambientada en la Guerra Civil. «Nosotros le debemos mucho a los cocineros de la tele. Porque mucha gente usa cuchillos buenos de cortar y hay que afilarlos como lo hacían mi abuelo y mi padre. Estas máquinas no se construyen ya», comentaban en la tienda un día que nos acercamos a entrevistarles. El tiempo pasa y ellos siguen, como siguen los relojeros Mendoza y los confiteros de Goya, el óptico Mendia, los pasteleros de la familia Sosoaga o los músicos de Carrión, algunos con achaques, otros con mejor salud que nunca. Más que tiendas, son monumentos donde el tiempo se resiste a ir tan deprisa. La lástima es que cada vez quedan menos.

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