Así se construyeron el bilbainismo clásico y la visión romántica de la villa
El periodo 1839-1872 resultó decisivo en la formación del imaginario bilbaíno de una localidad singular
Versos satíricos los que compuso hacia 1829-1830 el vitoriano Manuel de Ciorraga: «Este viajero, Lord de Inglaterra, ¡Vio tanta tierra… vino a Bilbao! Nuestro ... comerssio/ nuestra riquessa/ nuestra grandessa/ Tiene espantao. Ene! Qué chimbo!». Ironizaba sobre singularidades bilbaínas: la afición a la caza del chimbo, el seseo del Bilbao tradicional, el orgullo por la capacidad económica y el convencimiento local del atractivo de la villa para los viajeros, así que fuesen nobles ingleses. El canto gustó en Bilbao. Siguió cantándose en distintas versiones siglos después. La exageración casaba bien con la imagen bilbaína de la ciudad que se veía singular, excepcional y poderosa.
El periodo 1839-1872 resultó decisivo en la formación del imaginario bilbaíno de una localidad singular. Se difundió en la villa la visión de ciudad a la vez antigua y nueva. En palabras de Emiliano de Arriaga, «el Bilbao de los bilbaínos, la era del bilbainismo clásico, la preponderancia del genuino y castizo Chimbo, de hecho y de derecho corresponden al segundo tercio del siglo XIX, o para ser más exactos, al lapso de tranquilidad que medió entre ambas guerras civiles». Creía que «entonces el bilbaíno tenía fisonomía propia», hecha de restos del mundo tradicional y de la primera renovación urbana. Llegó la primera gran expansión de Bilbao, pero todavía se reconocía en los 15.000 habitantes con que inició el periodo. Todavía no había desbordado sus dimensiones tradicionales. «Las costumbres típicas del pueblo se reflejaban en sus diversiones públicas y en sus ecos callejeros». La conciencia de modernidad urbana se construyó sobre la vitalidad de un pueblo pequeño, sin rupturas sino dándole una nueva proyección.
El nuevo Bilbao burgués mantuvo concepciones venidas de atrás, así como algunas costumbres e idealizaciones. A ello contribuyeron el costumbrismo literario de autores como Arriaga o la difusión de anécdotas y actitudes celebradas por los bilbaínos. Fue surgiendo una ciudad nueva sin rupturas ni saltos bruscos. En esa imagen se reconocería el Bilbao de 1900, pese a multiplicar por seis la población de 1840. Refiriéndose a 1887 Diego Mazas escribía treinta años después: «Las calles eran como carrejos de la gran casa común que nos albergaba. Todos nos conocíamos, todos nos saludábamos ya que amigos éramos todos».
Dominaba la sencillez
Según los retratos de la época, en la villa previa a la industrialización dominaba la sencillez. «El Bilbao del siglo XIX era precisamente eso: ingenuidad; si bien acrisolada por su honradez, laboriosidad y gran sentido de la cultura y del arte», escribía Lecanda. Los comerciantes bilbaínos no eran ingenuos, pero no importa. En la idea que triunfaba en Bilbao, la competencia mercantil no se establecía entre bilbaínos, sino con comerciantes de otras plazas, mientras ellos colaboraban entre sí. Honradez, laboriosidad, ingenuidad. La villa se concebía como interclasista, mandaba la camaradería. Había distintas capas sociales, pero podía esa suerte de unidad urbana que daba la naturaleza bilbaína.
Bilbao seguía siendo una localidad pequeña. Las generaciones infantiles compartían las experiencias colectivas y las nociones básicas sobre la vida urbana. En Bilbao las relaciones sociales no se establecían aún entre grupos de perfiles imprecisos e impersonales, sino que tenían el respaldo de las referencias concretas.
Las décadas intermedias del XIX fueron la época dorada de los viajeros románticos que visitaron España y nos dejaron sus particulares impresiones. A veces desvelaron formas de vida, pero otras gestaron mitos y visiones legendarias que debían mucho a la imaginación de los autores. Los Téophile Gautier, George Borrow, Alejandro Dumas, Washington Irving, Víctor Hugo, Hans Christian Andersen, más tarde Edmondo de Amicis, y un largo etcétera crearon una imagen de España a veces idealizada y otras ilusoria. Pues bien: Bilbao quedó prácticamente al margen de esta literatura -salvo la visita de Richard Ford, que relataremos en otra entrada-, fuera de las idealizaciones románticas de los viajeros del siglo XIX. Quizás no fue sólo problema de las rutas principales que seguían los viajeros. Sin duda influyó la fama de un Bilbao práctico, una ciudad de negociantes, que contaba sus avances en números de barcos e instalación de iluminación pública. No era una ciudad propicia para imaginar acontecimientos legendarios. O quizás resultaba demasiado parecida a las ciudades europeas, por lo que no podía suscitar la curiosidad de unos viajeros románticos que buscaban el romanticismo... o excusas para imaginarlo.
Sin embargo, la villa no quedó al margen de la ola romántica, pues la hubo, pero fue obra de autores locales y no tuvo como objetivo la villa, sino Bizkaia y su pasado y por extensión el País Vasco. En la medida que quedó inserto en esta globalidad, influyó en la visión sobre Bilbao. Y desde el segundo tercio del siglo XIX las imágenes sobre Bilbao fueron gestadas fundamentalmente por los bilbaínos. Para el periodo los autores extranjeros son pocos y mal informados. Así, son autores locales los que nos describen Bilbao y nos dan noticias sobre los bilbaínos. «Una cosa resalta y honra sobremanera el carácter de los bilbaínos, […] su extremada laboriosidad –escribía un anónimo local en 1841-. Exclusivamente dedicados al comercio, tienen adquirida una justa y merecida reputación de excelentes calculistas». De la especialización mercantil de la villa se derivaba cierto desinterés cultural, según el mismo autor. El comercio de los bilbaínos «absorbe toda su atención» y sus pasatiempos son sencillos. Los más acomodados reciben «una lujosa y costosísima educación en el extranjero», pero práctica, con «poco o ningún apego a la instrucción literaria». No era gente de sofisticaciones intelectuales, aunque tenía una sólida educación técnica y su «ultrabilbainismo» no excluía el conocimiento de las costumbres extranjeras.
A mediados del siglo XIX, el Diccionario de Madoz aseguraba: «Ocupados continuamente en la navegación, agricultura y demás ramas de industria, tienen las virtudes que no pueden hallarse en la ociosidad y riqueza adquirida sin trabajo». En otras palabras: eran honrados, esforzados, alegres y «corteses sin bajeza», fáciles de llevar a buenas, pero «duros e inflexibles» si se no se les trataba bien. La imagen coincide con la que se asocia al negociante «calculista»: resulta mejor llevarse bien con él y conviene prepararse si vienen mal dadas.
Trueba solía ensalzar las notas ruralistas, pero entendía que Bilbao era una «de las grandes poblaciones de España», «de las más importantes y dignas de ser conocidas, tanto por la originalidad de su fisonomía física y moral, como por su historia, su riqueza y su merecidísima fama en el mundo comercial». No hablaba de oídas ni a partir de una estancia más o menos larga, pues, natural de Montellano y residente por algún tiempo en Madrid, fue vecino de la villa.
Su descripción del carácter bilbaíno resulta más compleja que los habituales resúmenes sentenciosos. «Bilbao tiene en la vida pública todos los vicios del pueblo español», aseguraba. No era una visión idealizada, pero distinguía distintos ámbitos. «Sólo hay en él dos clases sociales, la que trabaja con la inteligencia, y la que trabaja con los brazos, porque la que trabaja sólo con los dientes no existe en Bilbao. La primera es la personificación de la laboriosidad y las virtudes domésticas de la clase media británica, y la segunda, sin carecer en absoluto de estas cualidades, tiene la versatilidad, la locuacidad y la intemperancia que caracterizan al pueblo español de las grandes poblaciones». Al menos no había gente ociosa. La singularidad bilbaína residía, según su criterio, en la élite, que era la del Bilbao tradicional y equiparaba con la británica por su esfuerzo. El resto, los de oficios mecánicos, no se diferenciaba del resto de España: inconstante, habladora y algo descontrolada, aunque también trabajadora.
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