'Ninja Gaiden 4': La retrotopía de Platinum Games
Crítica ·
Lo último de Team Ninja está disponible para Xbox Series, PS5 y compatiblesMarc Fernández
Viernes, 24 de octubre 2025, 09:39
Tomonobu Itagaki nos ha dejado recientemente. Más allá de su fama como creador y diseñador de sagas icónicas, Itagaki se empeñó en cultivar para los medios una peculiar imagen de autor: una figura provocadora, con gafas oscuras, actitud de «rockstar» y declaraciones incendiarias que lo posicionaron como símbolo de rebeldía dentro de la industria japonesa del videojuego.
Esta autopercepción del diseñador como personaje carismático y dominante refleja un choque entre la disciplina tradicional de desarrollo japonés (más reservado, colectivo y jerárquico) y la influencia del individualismo occidental y el culto a la personalidad, tensión que marcará su obra desde los inicios. Itagaki representaba la figura del autor total en un medio que tradicionalmente privilegiaba el anonimato del equipo, convirtiéndose en una anomalía fascinante dentro del ecosistema japonés.
La edad dorada del hack and slash
Ninja Gaiden 4 nos llega póstumamente. La franquicia estrella del clan Hayabusa, siempre de la mano de Dead or Alive, creció en una época donde tanto las formas como el contenido en el videojuego de acción eran completamente distintos a los de hoy. El arcade de la tercera dimensión buscaba transformar el frenesí de los clásicos plataformas de los ochenta al lenguaje de la sexta generación de consolas, en un momento donde el medio alcanzaba cierto nivel de madurez narrativa y estética a la par que llegaba la alta definición.
En consecuencia, el hack and slash se promulgó como uno de los géneros con mayor potencialidad para la ficción pulp. Era la época de la violencia sin filtros, de los combos imposibles, de la sangre como elemento estético antes que narrativo. Los juegos de Itagaki encarnaban este espíritu: no pretendían reflexionar sobre la violencia, sino celebrarla como mecánica pura, como danza de muerte perfectamente coreografiada. Sin embargo, el desarrollo creciente de los motores gráficos, la expansión de los mundos abiertos y las historias de carácter reflexivo determinaron la llegada del videojuego moderno. Los viejos tropos y los clichés narrativos se ponían en duda, entre ellos el de la violencia enajenada. El medio que había sufrido los prejuicios de los medios generalistas empezaba a cuestionarse a sí mismo, buscando legitimidad a través de la profundidad narrativa y la reflexión moral.
La era del soulslike y de las narrativas posmodernas pasaron a ser el canon oficial para una industria cada vez menos receptiva a enseñar sangre y vísceras sin contexto ni consecuencia. El caso de God of War, como claro ejemplo de esto, expresa la relación de madurez progresiva entre la industria y su audiencia: el desarrollador experimentado que quiere contar una historia, y el jugador que ha alcanzado la edad adulta y posee otro tipo de necesidades. De repente, la violencia por la violencia misma se volvió sospechosa. Los juegos debían justificar sus mecánicas de destrucción, contextualizar la carnicería, humanizar las consecuencias. El hack and slash clásico quedó relegado a un género del pasado, un vestigio de una época menos sofisticada del medio.
La obsesión memorialística
La cuarta entrega aterriza ahora en una época de «obsesión memorialística»: un período marcado por la crisis del futuro donde el pasado retorna bajo distintas formas. En un contexto donde el relato neoliberal ha perdido ya todo crédito, el auge de los remakes y de lo retro en el plano cultural manifiestan una cancelación del tiempo presente, una hipertrofia del pasado donde la imaginación utópica parece bloqueada. Ahora que lo pienso, el videojuego japonés suele ser muy consciente de esta situación, donde el pasado se encuentra con el futuro en una contradicción que no sabe resolver con precisión. Títulos como Persona, Yakuza o incluso las iteraciones recientes de Final Fantasy navegan esta tensión sin resolverla del todo, aceptando la convivencia paradójica entre tradición y modernidad como condición natural de su identidad.
Ninja Gaiden 4 expresa todo este conglomerado de ideas contradictorias en su diseño. El tecno-folklorismo mezcla lo mejor de ambos mundos: una tradición perdida que se esconde en los callejones más oscuros de una ciudad con luces de neón. La conservación y pérdida por una modernidad progresiva dialogan metaficcionalmente a través de un videojuego consciente de lo que hace. La 'retrotopía' como diría Zygmunt Bauman cobra sentido aquí, donde el protagonista Yakumo, acompañado por la sacerdotisa, opera en la clandestinidad para devolver la autoridad del clan y la tradición ninja. El diálogo de rivalidad entre el clan Cuervo (los nuevos) y los Hayabusa de toda la vida no es casual: mientras rescatan sacerdotisas y luchan contra dragones olvidados, hacen frente además a las milicias de ninjas cibernéticos futuristas que los miran con sobrada impasibilidad.
Esta tensión visual y temática no es mero decorado. El juego articula a través de su estética la pregunta fundamental: ¿qué queda de la tradición cuando la modernidad la ha devorado? La respuesta de Ninja Gaiden es paradójica: la tradición sobrevive precisamente en su forma más pura y violenta, refugiándose en los márgenes de un mundo que ya no la comprende.
Dificultad endiablada: el culto al desafío
Si algo verifica la esencia de este título como Ninja Gaiden, además de la estética retrofuturista, es una dificultad endiablada que se distancia de la reflexividad pausada para exigir la celeridad de antaño: un modo de la acción que creía ya desechado en los abismos de la posmodernidad y, sin embargo, está más vivo que nunca. Itagaki tenía el mal vicio de empeorar (aún más) la dificultad de sus juegos si sus testers ponían pegas, y Platinum Games parece homenajear aquí el carácter de este hombre. Las he pasado canutas durante la campaña en el modo normal, y no me quiero imaginar las elevadas cuotas de salvajismo que alcanzará a niveles mayores.
Ninguna queja imponga ante la pequeña tortura tecnológica que el juego tiene preparada. El exceso de enemigos y las limitaciones de visión por la cámara exigen mantener alerta todos tus sentidos como jugador en todo momento. De poco sirve tirarse a la piscina a probar suerte con los parrys si no se cuenta con una buena estrategia y se miden las distancias. Ninja Gaiden pretende que te sitúes a la altura de las circunstancias: manejar todas las técnicas y convertirte en una picadora de carne. Ante la indecisión, los enemigos aprovecharán para castigar duramente. El juego no perdona la improvisación; exige maestría, memorización, precisión milimétrica. Es una filosofía de diseño que ya casi no existe en el medio contemporáneo, donde la accesibilidad se ha convertido en imperativo moral.
Celebro que esta cuarta entrega vuelva a abrazar la violencia sin parangón. Nunca antes hubo tanta sangre en pantalla y las animaciones traen mutilaciones explícitas que se hacen crudas de ver, un espectáculo de desmembramiento que hubiera sido impensable en la era del God of War reflexivo. Aquí no hay cuestionamiento moral alguno. El protagonista expresa la frialdad del soldado arcaico, cuando el fin importa más que el medio en pos de una vieja tradición militar que ha olvidado el cinismo de la guerra para centrarse en ser una simple y efectiva máquina de matar. No hay diálogos sobre las consecuencias de la violencia, no hay momentos de duda existencial, no hay humanización del enemigo. Solo existe el objetivo y la hoja que lo alcanza.
Esta decisión de diseño es deliberadamente anacrónica. En una época donde incluso los shooters militares intentan contextualizar moralmente la violencia, Ninja Gaiden regresa al videojuego como espacio libre de consecuencias éticas, donde la violencia es mecánica antes que metáfora. Es provocador precisamente porque rechaza las convenciones narrativas contemporáneas.
El choque con el jugador moderno
Ninja Gaiden 4 golpea duro al jugador moderno. En pleno debate sobre el elitismo de la dificultad con los Souls, Silksong y compañía, el juego de Platinum pretende cancelar nuestro presente y ofrecer una mirada sofisticada hacia donde los tiempos pasados fueron más complejos, o al menos más directos en sus demandas. Mientras otras obras dialogan con un jugador que se pregunta por las consecuencias de sus acciones, Ninja Gaiden exige premura y altos niveles de letalidad sin necesidad de una justificación. Si fallas, es porque no has sido lo suficientemente capaz con la hoja. Bajar la dificultad aquí es una falla al honor, así que tocará volverlo a intentar.
Esta postura es deliberadamente reaccionaria en el mejor sentido del término: reacciona contra el consenso actual del diseño accesible, rechaza la democratización de la experiencia, abraza el elitismo como filosofía. No todos pueden (o deben) completar Ninja Gaiden, y el juego no se disculpa por ello.
Tanto para bien como para mal, el arcade clásico de la primera década de siglo trae de vuelta sus numerosas virtudes, aunque arrastrando ciertas lacras en el diseño. Hay un exceso de repetitividad en los escenarios y enemigos, un injustificado backtracking que recuerda lastimosamente a los intentos de Devil May Cry 4 por rellenar contenido de manera vaga. Estos problemas no son accidentales; son inherentes al modelo de diseño que Ninja Gaiden 4 recupera. El juego no solo rescata las virtudes del pasado, sino también sus limitaciones, sus atajos, sus trucos para estirar la duración. Es honesto en su nostalgia: no idealiza completamente el pasado, sino que lo presenta con todas sus arrugas.
En términos generales, encandilará a los jugadores más experimentados, aquellos que recuerdan cuando los videojuegos no necesitaban justificarse narrativamente, cuando la mecánica pura bastaba como razón de ser. Y así, la partida de su creador se hace menos amarga.
El último grito de una era
Ninja Gaiden 4 es un objeto extraño en el panorama contemporáneo. Llega como un fantasma del pasado, portando valores de diseño que creíamos extintos: dificultad sin concesiones, violencia sin reflexión, mecánicas que exigen maestría absoluta. En una industria obsesionada con la accesibilidad y la narrativa reflexiva, este juego planta bandera en el territorio opuesto.
No es un juego para todos, ni pretende serlo. Es una carta de amor a una época específica del medio, cuando los videojuegos japoneses de acción alcanzaron su cenit técnico y estético antes de que la industria pivotara hacia otras prioridades. Es retrotopía en su forma más pura: la idealización de un pasado que quizás nunca existió exactamente como lo recordamos, pero que sigue ejerciendo una atracción magnética sobre quienes lo vivieron.
Itagaki se va, pero su legado persiste en cada decapitación, en cada combo imposible, en cada muerte frustrante que te obliga a mejorar. Ninja Gaiden 4 es su testamento: un recordatorio de que no todo en el videojuego necesita evolucionar, de que algunas formas de diseño poseen una pureza atemporal que resiste cualquier crítica de obsolescencia. En su anacronismo deliberado reside su mayor virtud: ser exactamente lo que prometía ser, sin disculpas ni concesiones al presente.