'Mario Kart World': Una vuelta más en el circuito
«No importan los años que pasen: lo esencial sigue siendo competir, reírse y, sobre todo, aprender a lidiar con la derrota»
Hay algo casi ceremonial en estrenar una consola, incluso cuando uno ya ha pasado la edad de las sorpresas de Reyes o de las tardes eternas con los amigos en el salón de casa. Este viernes, cuando abrí la Nintendo Switch 2, el simple gesto de quitarle el plástico me devolvió, durante un instante, a aquellos veranos en los que los cables eran siempre demasiados, las instrucciones demasiado largas y las ganas de jugar tan urgentes que hasta el menú de configuración parecía una tortura. Ahora, el estreno se vive de otra forma. Ya no hay llamadas para quedar esa misma tarde —cada uno está en su ciudad, sus rutinas, sus vidas de adulto— pero sigue habiendo esa emoción secreta, ese impulso de compartir el momento aunque sea en la distancia, aunque sea mandando una foto al grupo de Discord para certificar que, sí, ya tenemos consola nueva y sí, Mario Kart vuelve a ser la excusa universal para que empiece la fiesta.
Me sorprende lo poco que han cambiado las reglas del ritual, pese a que todo lo demás haya cambiado tanto. No importa si han pasado diez o veinte años, ni si ahora la quedada es por Discord o el pique se anuncia en mayúsculas en el chat de los colegas: Mario Kart sigue siendo la manera más fácil de sentirse en casa, de sentir que estamos juntos, aunque la pantalla divida los metros y los años. Cuando el viernes cargué por primera vez Mario Kart World, me di cuenta de que estaba repitiendo todos los viejos gestos: mirar los circuitos, dudar con el personaje, intentar recordar cuál era el botón de derrape, calcular mentalmente cuántas carreras podríamos jugar antes de que mi hijo, todavía pequeño para los mandos, decidiera que era hora de despertarse de la siesta. Todo era nuevo, sí, pero todo era exactamente igual.
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Eso es lo mágico de Mario Kart: no importa cuántas consolas cambien, cuánto evolucionen los gráficos, cuántos circuitos locos o personajes invitados se sumen a la parrilla. Al final, lo esencial es lo mismo que era en 1992 o en 2014: sentarse a competir, a reírse y, sobre todo, a perder. Porque si hay una lección que este juego enseña a cualquier edad es que perder importa mucho menos de lo que parece. O mejor dicho: que perder, en Mario Kart, es solo la manera más elegante de prepararte para la revancha.
Pienso en todas las veces que he gritado por culpa de una concha azul en la última curva. En todos los «venga, la última y lo dejamos», que nunca eran la última, porque lo realmente importante nunca era el resultado, sino el bucle, el loop, el puro placer de volver a intentarlo. Ahora, jugando en casa, la coreografía se repite: Cuando por fin cruzo la meta, muchas veces ni siquiera sé si he ganado o no, y me doy cuenta de que esa confusión —ese «me da igual, volvamos a empezar»— es el núcleo de la experiencia.
Mario Kart nunca ha sido solo un juego de carreras. Es una excusa para reunirse, para soltar lo que llevamos dentro entre curva y curva. Es el único juego donde perder provoca más risas que ganar, donde el cabreo es casi un idioma compartido, un rito de paso. Los piques legendarios del sofá se han transformado ahora en cadenas de memes en redes, en bromas internas que solo entienden quienes han sentido la humillación de pisar un plátano justo antes de la meta. Hay algo universal, generacional y casi tribal en cómo nos relacionamos a través de Mario Kart: todos hemos pasado por ahí, todos hemos aprendido a tomarnos menos en serio, a no buscar lógica ni justicia, solo el placer de repetir el ritual una vez más.
Hay semanas en las que la vida parece no dar tregua. Días de jornadas largas, listas de tareas imposibles, pequeñas derrotas y victorias que no dejan huella. Es en esas semanas cuando más valoro tener un lugar donde nada realmente importa. Donde la única preocupación es esquivar un caparazón verde, donde las reglas son las mismas para todos y la revancha está siempre al alcance de un botón. Creo que ahí está el verdadero secreto de Mario Kart World: en un mundo obsesionado con la novedad, con el progreso, con «pasar pantalla» en todo, este juego es una reivindicación de lo repetido, de lo cíclico, de lo que nunca cambia y nunca cansa.
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La consola es nueva, el juego es nuevo, pero el espíritu es exactamente el de siempre. Hay algo profundamente reconfortante en saber que, aunque todo lo demás se tambalee, la línea de salida sigue ahí, esperando, con la misma música, la misma cuenta atrás y el mismo caos inevitable. Sé que para muchos de vosotros, que estáis al otro lado leyendo esto, el ritual ha cambiado de forma, pero no de fondo: ahora nos reímos juntos en el Game Chat, planeamos futuras partidas, compartimos capturas, nos picamos con los rankings. La esencia sigue intacta, aunque el escenario se haya multiplicado en pantallas y conexiones. Somos una comunidad hecha de pequeños rituales: el de poner la consola, el de comentar la jugada, el de pensar que esta vez sí, ahora sí, no voy a caer en el plátano… y volver a caer, y volver a reír.
A veces me pregunto qué es lo que buscamos realmente en estas repeticiones. Quizá sea el refugio ante la incertidumbre: saber que, por muchos cambios que vengan, hay algo que permanece. Quizá sea la excusa para estar juntos, para celebrar que, aunque no podamos vernos tan a menudo como quisiéramos, el vínculo sigue ahí, tan intacto como cuando compartíamos un solo mando de Super Nintendo. O quizá sea solo el placer de perder el tiempo juntos, de demostrar que lo importante no es ganar ni avanzar, sino tener siempre una vuelta más que dar.
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Cuando termine de escribir esta columna, sé que me va a apetecer echarme otra carrera. Y probablemente lo haga, aunque sea solo, o con mi pareja, o con alguno de vosotros si coincidimos online. Porque al final, Mario Kart no es un test de habilidad ni un escaparate de tecnología. Es un recordatorio de que, entre tanta prisa, tantas obligaciones y tanta urgencia, sigue habiendo espacio para el juego puro, para la revancha amistosa, para el ritual de repetir lo que nos hace sentir en casa. Y mientras podamos seguir dando una vuelta más en el circuito, todo estará —de alguna manera— bien.
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