Semáforo rojo en Ámsterdam
Menos ‘coffee shops’, restricciones a los prostíbulos y cotos a la cartelería comercialen inglés. La capital icono de la permisividad avanza en su cruzadapor reducir y asear el turismo masivo y cutre
joseba vázquez
Sábado, 3 de febrero 2018, 00:52
Algo está cambiando en Ámsterdam. Paulatina y profundamente. La ciudad que ha sido durante décadas símbolo europeo de la libertad, emblema permisivo de la diversidad ... cultural, racial y sexual, lleva un tiempo mutando su rostro. Dos anuncios oficiales han contribuido a ello en los últimos días: uno, el cierre judicial de una tienda de quesos, la Amsterdam Cheese Company, por hacer «un uso excesivo del inglés» -lo que se considera una práctica lesiva hacia el neerlandés, la lengua local-; y, dos, el adelanto de las nuevas normas de tránsito por el popular Barrio Rojo, que obligarán por ejemplo a los grupos de turistas a dar la espalda a las ventanas y escaparates donde se exhiben las prostitutas. Es una de las medidas que entrarán en vigor en abril, junto a la limitación de los grupos a un máximo de veinte personas y el ‘cierre’ de visitas a las once de la noche, hora a partir de la cual los turistas tendrán que abandonar el lugar para dejar paso a los clientes de los burdeles.
Se mantiene igualmente la prohibición de hacer fotos a las trabajadoras. El Ayuntamiento dice pretender con todo esto defender la privacidad de las chicas, mejorar el tránsito por las estrechas calles de la zona y «hacer más habitable» una zona en la que viven unos 3.000 vecinos y cuenta con 293 locales dedicados al negocio del sexo. Los responsables municipales admiten la dificultad de que estas reglas se cumplan a rajatabla. «Habrá vigilantes de refuerzo y lo revisaremos si no da el resultado deseado», dicen sus portavoces. Por el Barrio Rojo pasan cada semana más de 30.000 turistas con guía.
Los de ahora son los dos últimos dardos lanzados por la municipalidad a una parte del entramado comercial de la capital de los Países Bajos. Otra de las señas distintivas de la urbe holandesa, los ‘coffee shops’, donde se permite la compra y consumo de un máximo de cinco gramos diarios de cannabis, han visto estrechados su marco legal desde hace unos años por los sucesivos gobiernos conservadores del país. Una ley que entró en vigor en mayo de 2012 impide vender esta droga a turistas en ciertas ciudades bajo multas de hasta 2.500 euros y, sobre todo, redujo a 250 metros la distancia mínima de estos establecimientos respecto a centros escolares. Casi la mitad de los 350 locales que llegaron a existir han cerrado en los últimos tiempos, incluido el histórico Mellow Yelow, el más antiguo de Ámsterdam, abierto en 1972.
El Proyecto 1012
¿Han sufrido un ataque de puritanismo los munícipes de la ciudad? ¿Se han vuelto modositos? ¡Quién sabe! Lo que no se oculta es que todas estas disposiciones van encaminadas a combatir la turistificación de bullicio y borrachera cada vez más extendida por el mundo. La capital holandesa -850.000 habitantes y unos 17 millones de visitantes al año- no quiere ser Magaluf ni convertirse en un ‘Gandía Shore’, aquel ‘reality’ televisivo en formato vergüenza ajena que llegó a emitirse durante unos meses en España. «Queremos un turismo de otro tipo, de más calidad, más higiénico, mejor organizado», admiten desde el Ayuntamiento. «Para muchos vecinos la ciudad se está volviendo irrespirable», retratan.
En 2008, el entonces alcalde, el socialdemócrata Job Cohen, lanzó el Proyecto 1012, así bautizado porque el número corresponde al del código postal del Barrio Rojo. El plan de gentrificación a diez años se propuso asear la zona y transformarla a base de encarecer las licencias comerciales, lo que llevó a cerrar sus puertas a casi un tercio de los burdeles. Su hueco ha sido generalmente ocupado por negocios considerados más ‘decentes’: tiendas de moda, cafeterías, restaurantes o salas de arte de línea habitualmente ‘hipster’.
Un lavado de cara muy aparente que, sin embargo, ha dejado sin empleo y sin cobertura sanitaria a centenares de las cerca de 7.000 mujeres que viven allí del sexo. Hay que recordar que su actividad es legal en los Países Bajos, lo que implica que estas trabajadoras disponen de seguridad social y pagan sus impuestos. Más de medio millar de afectadas se manifestaron hace dos años en contra del plan municipal. «Paren de cerrar nuestras ventanas», gritaban.
Resolución drástica, contundente. La Justicia holandesa acaba de ratificar la orden de cierre de una tienda de quesos por su «uso excesivo del inglés». Un empleo exclusivo, habría que concluir tras revisar los carteles del comercio y examinar su página web, redactada íntegramente en la lengua de Shakespeare. De hecho, el tribunal ha desestimado el recurso del comercio afectado argumentando que «el idioma oficial en la tienda es el inglés» en un claro interés por atraer al cliente extranjero. Algo que las autoridades y los magistrados entienden que daña al habla local, el neerlandés, y supone una discriminación lingüística para la población nativa.
No es este último un razonamiento de gran peso, ya que el 90% de la población de los Países Bajos habla con soltura el inglés. Así lo ha defendido Kirijn Kollf, propietario de la Amsterdam Cheese Company, la tienda cerrada: «Todos sabemos que aquí la mayoría de la gente habla inglés», se ha quejado. Tiene razón, pero no le ha servido de nada. La guerra abierta contra la masificación turística juega en su contra y le puede costar mucho dinero a un comercio que se publicita con el eslogan ‘Say cheese to life’ (‘Di queso a la vida’). ¡No digas ‘cheese’!, le han replicado metafóricamente los poderes.
No se conoce en Europa un fallo tan extremo como el citado. En España, Cataluña es la única comunidad autónoma que establece un régimen sancionador en su Código de Consumo, ley que obliga a los comercios a emplear «al menos» el catalán en su rotulación interior y exterior. El incumplimiento de esta norma puede conllevar multas de hasta 10.000 euros, aunque el promedio es de poco más de mil: 845 sanciones por un total de 915.075 euros en siete años. El Parlamento balear aprobó en 2001 un decreto similar que también establecía penas económicas, pero fue modificado una década después. En las islas pueden emplearse ahora indistintamente el catalán y el castellano.
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