La mierda
Perdonad el título. Pero a veces no hay otra palabra. Porque cuando ves desfilar, uno tras otro, aquí y allí, los casos de presunta corrupción, ... abusos de poder y decisiones públicas tomadas al dictado de intereses privados, lo primero que sientes es eso: asco. Y después tristeza. Mucha. Lo peor que nos puede ocurrir es que ya ni sorprenda. Que consideremos esta degradación como un elemento más del paisaje. Un bache más en la carretera. Un mal menor.
Es necesario levantar la vista por encima del cenagal. Porque algo se está rompiendo. Cada vez que se destapa un nuevo caso (o una mera acusación) y asistimos a las reacciones, a la reivindicación de lo realizado hasta ahora, al cierre de filas y, sobre todo, al «y tú más», no solo se erosiona la confianza en los protagonistas. Se erosiona algo más profundo: la fe en que la democracia funciona, en que el sistema sirve para propiciar el bien común. Y cuando esa fe se rompe, no se repara fácilmente.
Esta desafección democrática no es una intuición. Es un hecho. En un estudio que me ha tocado hacer recientemente con jóvenes de entre 16 y 30 años, no se asocia con nitidez democracia con progreso. La democracia no se relaciona con más oportunidades, ni con más bienestar. Es solo un marco, una palabra hueca, algo que ya estaba ahí cuando nacieron. Y si para buena parte de las jóvenes generaciones la Democracia no significa futuro, ¿qué sostén le queda?
Mientras tanto, desde ciertos sectores parece que se empieza a mirar con envidia a modelos autoritarios que «funcionan mejor». Que son «más eficientes», «más rápidos», «más productivos». Que piensan a largo plazo, dicen. Y aquí, en cambio, todo es lento, burocrático, enredado. Algunos incluso susurran que quizá una autocracia bien gestionada sería preferible a este lodazal nuestro.
Y esa idea -tan peligrosa como tentadora- va calando, especialmente entre quienes tienen que sacar adelante empresas, proyectos, vidas, en un contexto lleno de obstáculos absurdos.
No es un fenómeno aislado. Desde 2010, el porcentaje de población mundial que vive bajo regímenes autocráticos ha pasado del 46% al 72%. El retroceso democrático es global. Y no empieza con tanques en la calle: empieza con la indiferencia. Con mirar a otro lado. Con convencernos de que la mierda siempre ha estado ahí y que no merece la pena ensuciarse las manos para limpiarla.
Y, sin embargo, urge hacerlo. Desde dentro, con reformas valientes, profundas y exigentes en los partidos y en las instituciones. Para reconstruir la confianza y, sobre todo, para ofrecer esperanza en el futuro. Porque si no lo hacen quienes creen (creemos) en la democracia, vendrán otros a hacerlo, con recetas fáciles y promesas envenenadas.
No podemos permitirnos no reformar la democracia. No podemos permitirnos seguir asistiendo a su descomposición sin tomar partido. ¿A qué esperan? ¿A qué esperamos?
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