«Cuidado con los bolsos». Es lo que escuché al entrar en el tranvía. Dos guardas de seguridad apuntaban con la mirada a tres personas, ... mientras alertaban al conjunto de viajeros. Estos reaccionaban protegiendo sus cosas y mirando a los acusados con una mezcla de desprecio y miedo. En la siguiente parada bajaron los tres y una de las guardas levantó los brazos celebrando la victoria. Sentí mucha vergüenza. Y mucha rabia.
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«¡Cómo se puede señalar así a las personas!», dije. «Llevan toda la mañana en el tranvía. Solo estaba advirtiendo, porque luego pasa lo que pasa», respondió la que levantó los brazos. «Es una vergüenza. No hay derecho. ¿Habrías hecho lo mismo si no fueran magrebíes?». Los viajeros se me echaron encima. «Ya empezamos», soltó una. «Pues yo prefiero que me avisen», otro. «Se les ve en la cara», dijo el de más allá.
Los discursos que vinculan inmigración y delincuencia no describen la realidad, la deforman. Entre 2010 y 2024, la población nacida fuera de España ha pasado de 6,3 a 9,4 millones. En 2010 la tasa de criminalidad era de 49,3 delitos por cada 100.000 habitantes; en 2024 fue de 50,3. Así que, con un 50% más de inmigrantes, tenemos prácticamente la misma tasa de criminalidad.
Los datos no son racistas. La comunicación de los datos sí puede serlo. Y aportar la nacionalidad de quienes cometen los delitos no cambiará el pensamiento de quienes dicen que «se les ve en la cara». Más bien confirmará sus sesgos. Y en esa distorsión seguirán creciendo el miedo, el odio y la justificación de comportamientos indecentes, como considerar el señalamiento a personas por su origen como una medida de seguridad aceptable.
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Hemos dado con unos chivos expiatorios fáciles en una sociedad estresada y precarizada. En muchos casos, no faltan razones materiales para estar enfadados. Pero tengamos claro que el enemigo no está sentado en el tranvía, sino en los despachos donde se diseñan esas narrativas que nos enfrentan.
La mala gestión que estamos haciendo de un fenómeno inevitable, la inmigración, nos está ocasionando muchos problemas. Y vamos a llegar a las manos. O algo más. Porque la mayoría, los que trabajamos o buscamos la forma de hacerlo, estamos enfrentándonos entre nosotros. Mientras tanto, hay una minoría (que vive al margen de nuestros sistemas públicos de educación, sanidad o transporte) que sigue haciendo su negocio, incitando y alimentando ese odio. Porque las estrategias que nos enfrentan siempre incluyen intereses económicos, políticos o ambos.
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El tranvía siguió su ruta como si nada. Nadie se preguntó si tenían derecho a humillar a tres personas sin prueba alguna. Nadie cuestionó si normalizar ese gesto nos hace mejores o peores como sociedad. Nadie pensó en mi hijo pequeño, que agarraba mi mano, ni en el otro par de niñas que miraban la escena en silencio, y aprendían que hay caras que dan miedo por defecto.
A veces parece que defender la dignidad humana fuera una excentricidad. Cuando lo excéntrico, lo aberrante, lo verdaderamente peligroso es que aceptemos como normal lo que en realidad es un retroceso moral.
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