40 años de Estatuto
Aunque fue dado por muerto antes de cumplir la mayoría de edad, el Estatuto de Gernika lleva veinte años viviendo como un zombi dotado de una lozanía admirable
Si no fuera por la actualidad que ha tomado la autonomía catalana en estos últimos tiempos, podríamos afirmar que la experiencia moderna de autogobierno vasco ... es la más singular de las habidas en el país. Sirva una confirmación un tanto extrema que gusta destacar a mi colega historiador Manu Montero: antes de cumplir la mayoría de edad el Estatuto de Gernika ya fue dado por muerto -aquella declaración de los sindicatos nacionalistas en 1995, a la que siguieron otras de más fuste- y, desde entonces, ha vivido más de veinte años como un zombi dotado de una lozanía admirable. Quizás por eso, siendo de los pocos estatutos que quedan sin actualizar, no hay ningún grupo político que centre su actividad en ese cometido, ni demanda social que se exprese prioritariamente en esa dirección. Peor aún, hay un tácito consenso en el sentido de que los acuerdos logrados en 1979 para darlo a luz no se repetirían hoy para reformarlo.
De manera que la experiencia de autogobierno vasco -la única realmente existente, porque la anterior que encabezó el lehendakari Aguirre fue de todo punto anormal- presenta de partida la paradoja de moverse históricamente en la dificultad, la crisis y la tensión (e incluso en su negación de parte), pero ofreciendo al cabo de los años un balance indiscutiblemente exitoso. La sociedad de los treinta y cuatro mil euros de renta media per cápita se soporta en esa base política y jurídica, y, aunque a veces no se quiere ver, es la que ha permitido el estado de bienestar que disfrutamos.
El Estatuto en 47 artículos
El Estatuto de Gernika aprobado hoy hace 40 años es la norma básica que constituye Euskadi en una comunidad autónoma dentro del Estado español y, en 47 artículos, le dota de un sistema institucional propio (lehendakari, gobierno, parlamento, etc) y de una policía, define las competencias que podrá asumir, delimita sus relaciones con el poder judicial, y establece el Concierto Económico como sistema regulador de las relaciones de orden tributario con el Estado, además de consagrar los órganos forales en los territorios históricos.
Esa constatable débil legitimación de nuestra norma legal básica (junto con la Constitución) se ha movido desde el principio en el territorio de la espuma partidaria (las disputas entre los diferentes proyectos) más que en la calle o en el sentir y necesidad de los ciudadanos, más atentos a las consecuencias prácticas de la política.
El Estatuto nació con un importante apoyo de casi todas las fuerzas políticas vascas del momento y con un capital simbólico que duró al menos veinte años. La sensación de casi general unanimidad y de unidad de las fuerzas sociales y políticas, aunque difuminó las diferencias de criterio y la desigualdad del resultado ya desde el principio (claramente favorable a los nacionalistas y, en concreto, al PNV y a su «argumento foralista»), se mantuvo como referente sólido. Pero ello no obviaba otro problema: su condición de metaestatuto. La coincidencia de nacionalistas vascos, con un programa de objetivos muy ambicioso (tanto como la soberanía plena), y de no nacionalistas, atraídos al autogobierno con un sentido más práctico que trascendente (más allá del empacho general de vasquismo del momento de la Transición), no escondía que cada cual atribuía a la Carta de Gernika contenidos y finalidades diferenciadas, incluso contradictorias.
Unos pretendían con ella recuperar en sentido moderno unos derechos históricos que, formulados así, equivalían en su inconcreción al sumun de sus posibilidades políticas. Otros afirmaban claramente que el Estatuto era un previo para alcanzar la independencia. Otros lo enfrentaron ya como proyecto al no asegurar esta. En el otro lado, el gobierno de Suárez entonces, pero los sucesivos Ejecutivos españoles después, siempre han tenido el tic de que el autogobierno era concesión y que, por tanto, era prudente no ser pródigo con él y espaciar y cuestionar las transferencias. En las izquierdas no nacionalistas, repuestas del sarampión vasquista citado, la aplicación pragmática de las posibilidades del Estatuto -destinada a mejorar la vida de los ciudadanos, sin más- les ha desprovisto de épica a la hora de gestionar los recursos y a la hora de proyectar una ilusión política.
No es extraño, entonces, que al cabo del tiempo asistiéramos a la paradoja de que quienes habían asentado su poder institucional, político y de influencias en el país gracias al Estatuto, los nacionalistas, desdeñaran este por lo que supuestamente faltaba de aplicar, y que quienes lo apreciaban de manera menos pasional -o incluso quienes lo negaron al principio- se convirtieran en sus únicos defensores.
Doble acuerdo
Aquí aparece otra de las paradojas: el Estatuto (el vasco o cualquier otro) es un doble acuerdo simultáneo entre la ciudadanía de una comunidad y de esta con el Gobierno central que procede a descentralizarse. Esto es evidente, pero en donde como aquí hay un sector social destacado que alberga una expectativa nacionalista extrema, ello genera tensiones tanto verticales (con 'Madrid') como horizontales (entre nosotros mismos). El terrorismo fue la expresión más dramática y letal de esa doble tensión, donde la violencia contra el Otro foráneo para conseguir el objetivo secesionista dio paso con el tiempo a la ejercida contra una parte de los nuestros y luego contra casi toda la sociedad, en la medida en que esta no se doblegaba a aquellos presupuestos.
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Título Preliminar, art. 1 El Pueblo Vasco o Euskal Herria, como expresión de su nacionalidad, y para acceder a su autogobierno, se constituye en Comunidad Autónoma dentro del Estado español bajo la denominación de Euskadi o País Vasco, de acuerdo con la Constitución y con el presente Estatuto, que es su norma institucional básica.
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Título Preliminar, art. 2.2 El territorio de la Comunidad Autónoma del País Vasco quedará integrado por los Territorios Históricos que coinciden con las provincias, en sus actuales límites, de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, así como la de Navarra, en el supuesto de que esta última decida su incorporación de acuerdo con el procedimiento establecido en la disposición transitoria cuarta de la Constitución.
Pero sin llegar a ese extremo, se ha mantenido constante la tensión entre el acuerdo entre vascos o el acuerdo entre nacionalistas vascos, y la consideración del Estatuto se ha visto determinada por ello: cuando prosperaba el Frente Nacional (vg. acuerdo de Estella, Plan Ibarretxe) decaía su legitimación y cuando operaba la colaboración entre competidores aquella se apreciaba (vg. gobiernos de coalición de Ardanza). El pulso entre pluralismo y nacionalidad, cuando alguno de estos se lleva a sus extremos, debilita las posibilidades de convivencia en Euskadi y el Estatuto no es más que un reflejo de ello.
De nuevo de manera paradójica, el Estatuto y sus posibilidades han tenido que ver también con la paz. En 1979, el punto de coincidencia más sólido era precisamente ese: la convicción extendida de que la profunda crisis que vivía el País Vasco se solucionaría con el autogobierno. El terrorismo (y enseguida la crisis económica) era el ejemplo perfecto. El tiempo demostró que ese silogismo de autogobierno igual a paz no tenía por qué cumplirse (y no lo hizo). Los partidarios de la violencia cuestionaron radicalmente que aquello fuera tal, que fuera autogobierno (o que al menos fuera el merecido o el deseado; el justo -decían-, aquel al que tenemos derecho).
Se olvida que a la altura de aquel año no estaba claro qué opción se iba a imponer, si la institucional o la ultranacionalista revolucionaria. Hoy nos parece evidente, pero no fue así. El Estatuto y sus posibilidades políticas prácticas -superar la extraordinaria crisis de los ochenta, por ejemplo- han permitido asentar un sistema de bienestar que, a la postre y por inercia, acabó legitimando aquellas instituciones nuevas (el parlamento, el gobierno y todas las demás que se derivaban de él). Visto en el tiempo, al final sí que se ha cumplido el silogismo de autogobierno igual a paz; pero solo al final. A cambio, la paradoja, ese estado de bienestar que sostenía un autogobierno que se negaba por algunos fue el soporte del «terrorismo de ricos» que hemos sufrido: se violentaba aquello que nos constituía, y eso lo aceptaba como normal un sector destacado de la ciudadanía al disociar bienestar y libertades.
Art. 18.2. Competencias
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- En materia de Seguridad Social, corresponderá al País Vasco:
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a) El desarrollo legislativo y la ejecución de la legislación básica del Estado, salvo las normas que configuran el régimen económico de la misma.
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b) La gestión del régimen económico de la Seguridad Social.
A semejanza de lo ocurrido en otros territorios -aquí con una significación mayor y singular-, el autogobierno ha fortalecido la identidad regional hasta hacer de la vasca una sociedad nacionalista. A la vez, también, ha incorporado a las élites locales al sistema, aunque algún sector de las mismas muestre recurrentemente una disconformidad más doctrinaria que real. Contradictoriamente, de un lado, las tendencias centrífugas provinciales se han manifestado en el pasado, haciendo de cada gobierno local un valladar de resistencia a la norma política común cuando esta no era de su gusto. De otro, la nacionalización no es tan sólida como parece en cuanto a identidades territoriales (lengua, historia, relato, visión de futuro…) y el sentido de pertenencia común se soporta sobre todo en el bienestar relativo respecto de las comunidades vecinas. Al fin y al cabo, una manera postmoderna de contemplar la identidad, menos peligrosa que la nacionalista.
La posible reforma
Finalmente, cabe hablar de la posible reforma del texto de Gernika. Hace años que Javier Corcuera destacó la «debilidad de la reflexión jurídico-política del Estatuto». Esto es, las prisas de entonces y la negociación bilateral (Garaikoetxea y Suárez) al margen de la comisión mixta creada para ello dieron lugar a un documento plagado de inconcreciones que han ido salvando tanto las instituciones a que dio lugar como los controles de legalidad del Estado de derecho. Ello invitaría a una reforma del texto que, sin embargo, suscita temores evidentes en parte de la ciudadanía. La tentación de aprovechar ese «aggiornamento» para volver a un debate sobre el ser, para sellar el carácter nacionalista de nuestra sociedad con una norma que lo haga irreversible (y consecuente) y el riesgo a repetir la escisión social que ya vivimos en el pasado cambio de siglo están a la vista. Además de la nada estimulante situación catalana -devenida en buena parte de una tentación similar-, opera aquí la espada de Damocles que esconde el nacionalismo institucional y que se llama Nuevo Estatus Político (estatus, no estatuto).
De nuevo, el sueño de unos es la pesadilla de otros, y la necesidad de llegar a un difícil intermedio de convivencia interior o se descarta de partida o se dice pretender, aunque no deje para los demás sino las horcas caudinas; en otra parte, se confía únicamente en la fuerza del Estado para evitarse cualquier tipo de reflexión. Se plantea así el ejercicio de la política en términos de victoria del programa partidario, algo que, aunque esté en el origen del sistema democrático, ha demostrado sobradamente en la historia contemporánea su peligrosa letalidad. Bien al contrario, sobre todo en sociedades plurales como la nuestra, el logro de intermedios descompensados y dinámicos posibilita tanto que una sociedad esté caracterizada conforme al criterio mayoritario de sus ciudadanos como que las minorías cambiantes no sientan su vida y su porvenir amenazados.
Ese lenguaje sanamente liberal, profundamente democrático, es el que ha acompañado al autogobierno vasco en sus momentos más exitosos y en parte en su balance común, pero no hemos sido ajenos a intentos por instalar, como si de una necesidad agónica se tratara, un solo y excluyente proyecto de país. Si pesará más el doctrinarismo que la lección de la historia es algo que queda para el inmediato futuro.
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