Cuando en España alguien habla de «la cruz de los caídos» brotan recuerdos inevitables, sobre la Guerra Civil y la dictadura, más la imagen del ... Valle de los Caídos, ahora renombrado como Valle de Cuelgamuros. Hay cruces de los caídos que no se erigieron durante el franquismo, pero se desconocen porque no conmemoran hechos que provoquen polémicas políticas, como el monumento funerario de Cádiz a los caídos en las guerras de Cuba y Filipinas, construido en 1903 por el arquitecto Juan Cabrera y coronado por una cruz que representa la victoria sobre la muerte.
El epicentro de la veneración tardía del franquismo está localizado en ese valle. En esa basílica. Del perímetro de esa cruz de los caídos, tan gigantesca, siempre surgen noticias arrebatadas y señales de discordia. Ahí se han celebrado esta primavera misas multitudinarias que han activado los denuedos de una campaña política muy peculiar denominada 'Salvemos el Valle', con la que se quiere hacer frente a la resignificación del complejo monumental. El objeto principal de las diatribas es la política de memoria democrática del Gobierno, pero también se lanzan contra la archidiócesis de Madrid y el recientemente fallecido Papa Francisco por haber pactado mantener la presencia católica en un espacio público, laico y resignificado.
La edificación en sí misma se puede reconvertir fácilmente, ¿pero qué se puede hacer para explicar la presencia de una cruz dedicada a los caídos por Dios y por la Patria? Entre plegaria y plegaria los activistas denuncian una «profanación» -la tercera profanación del templo, tras haber sacado de allí a Franco y a José Antonio-, y se alarman temiendo que la cruz acabe siendo derribada.
Distorsionan la relevancia histórica del recinto franquista para magnificar su antigua fama y valorizar la imponente presencia de esa cruz en el paisaje madrileño. Con ardor patriótico defienden su función original -consagrar el triunfo de Franco- mientras reaccionan contra el significado doctrinal y carismático que la Iglesia católica quisiera devolver a su símbolo más característico, el de la cruz.
Las cruces son distintivos culturales relevantes. Están omnipresentes en nuestras sociedades secularizadas. Su simbolismo es banal para una mayoría, pero es trascendental para otros muchos. Pueden poner en valor el humanitarismo, como la que el Papa Francisco bendijo en Ciudad Juárez para recordar a los migrantes que arriesgan su vida intentando llegar a EE UU. O pueden ser motivo de fiesta y ornamentación con una gran repercusión pública, en la Semana Santa, las Cruces de Mayo, la Navidad...
Pero también hay demasiadas cruces en los camposantos de los antiguos frentes de batalla, y son demasiado impactantes las que señalan, cual cenotafios, el tenebroso vacío de las fosas comunes exhumadas, el rastro de la violencia política y la represión.
Cuando las cruces glorifican las causas patrióticas pierden su sentido genuinamente espiritual. Esa misma cruz que es símbolo universal y fraterno para las iglesias cristianas que predican que en una de ellas murió Jesús pidiendo el perdón para todos (los buenos y los malos, los amigos y los enemigos o los que no saben lo que hacen), se convierte en un símbolo parcial y divisorio que no celebra la Paz, sino la Victoria. Así ha quedado fijada en nuestro imaginario colectivo la representación de cualquier cruz de los caídos.
En España tenemos la más alta. La del Valle de los Caídos está en el Guinness World Records como la más grande del mundo, 152,4 metros que, anécdotas aparte, la investigación histórica ha tenido que poner en su sitio. Más que ensalzar el significado de la cruz para las víctimas de la guerra, retrata la megalomanía de un dictador. Fue el colofón de un vasto proyecto de memoriales que abarcaba toda la geografía española.
Desde 1939 se erigieron miles de monumentos que mitificaban el recuerdo de los «caídos por Dios y por España», dejando un legado de exclusión hacia los vencidos, una mala herencia que aún hoy retroalimenta las batallas por la memoria. El historiador Miguel Ángel del Arco ha realizado una investigación que se ha convertido en referencia indispensable incluso a nivel internacional: 'Cruces de memoria y olvido. Los monumentos a los caídos de la Guerra Civil española (1936-2021)', (Crítica, Barcelona, 2022). La cruz del Valle de Cuelgamuros se construyó para representar el ideario nacionalcatólico que Franco impuso a toda costa: una única memoria que determinaba la división entre 'buenos y malos españoles' y enaltecía como 'cruzada' el golpe militar de 1936 y la tragedia de la Guerra Civil. En eso quieren seguir algunos, con fervor, pero integrista y patriótico, y con jaculatorias que suenan como amenazas.
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