He decidido huir de todos los horrores que nos rodean, me voy a esconder en una isla desierta, por supuesto, sin una brizna de materia ... inflamable y donde nadie pueda encontrarme. Todo lo que ocurre es atroz, terrible, angustioso. Quiero estar sola lejos del mundo, sin ver, sin oír, sin hablar, como los tres monos sabios del santuario de Toshogu de Tokio, que escenifican el viejo proverbio aconsejando no ver el mal, no oír el mal, no decir el mal.
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Antes de salir de casa, en el último cajón de la cómoda de mi cuarto, he guardado el fuego que nos suele visitar cada verano y que este año ha llegado más siniestro, más malvado y más dañino que nunca, consumiendo sin compasión a lametadas glotonas y asesinas todo lo que pillaba. El fuego ha dejado a la gente desnuda, sin nada. A cambio les ha regalado paletadas de impotencia, de dolor y una vida hecha añicos, además, entre llamas bailonas y escurridizas se ha llevado también sus recuerdos, su memoria.
En el siguiente cajón de la cómoda, he encerrado las guerras que recorren el mundo y los violentos enfrentamientos, como los de Torre Pacheco en Murcia, que empiezan a revolvernos las tripas, a sacar la xenofobia que, aunque no parezca, llevamos dentro, solo se trata de hurgar en el sitio correcto para que asome.
Y en el gran cajón de arriba, he guardado con mucho esfuerzo el genocidio de Palestina: niños, mujeres y hombres hambrientos, muerte, dolor, orfandad, enfermedades, un estercolero gigante que sube y sube muy alto hasta pringar el cielo. Es que no puedo más. Las miserias, que oímos día a día, se cuelan en mis sueños. Tengo una pesadilla recurrente. Estoy ahogándome en un charco de inmundicia, cerca, los dueños del mundo me miran mientras se empapuzan de comida cara y luego se hurgan los dientes con un palillo, están convencidos de que son intocables y se ríen a carcajadas de mí, de ustedes, de todos, ni se acuerdan de las guerras, de los muertos, de los incendios, del mal. Así que he hecho un esfuerzo por no pensar, he cerrado la cómoda bajo siete llaves, el siete es un número mágico, y me he dicho que quizás seres buenos de otras galaxias o el propio Paráclito, el Espíritu Santo, vengan a ayudarnos, después he salido de casa dando un portazo.
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Me he puesto a andar por la calle con paso elástico y relajado, mirando a los ojos a los que se cruzaban conmigo y diciéndoles con la mirada, no sé si sabéis, pero me voy a esa isla desierta a la que decimos todos que solo nos llevaremos un libro de poemas y, estirándonos mucho, un amor, pero que viva al otro lado del islote y aparezca únicamente cuando le llamemos. La gente, a mi paso, me observaba envidiosa porque irradiaba felicidad.
He llegado al aeropuerto y, a partir de ahí, no he levantado la vista del suelo, no quería ver ni oír una televisión dando noticias siniestras. ¡Lo he conseguido! Para no caer en la tentación de enterarme de algún horror mientras esperaba el avión, he buscado los aseos, me he sentado en el inodoro de una de las cabinas y, ¡hala!, me he puesto a soñar. Entonces he cerrado los ojos, el ruido del agua de la bomba de otros inodoros hacía aún más real mi viaje, era el ruido del mar de la isla desierta creando olas para mí.
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Pero, de pronto, se ha producido un estruendo. Un avión volaba sobre mi cabeza, dentro iban los dirigentes del mundo observando muy entretenidos los horrores de la tierra, el piloto era Mickey Mouse que, muy sonriente, me ha saludado con la mano como saluda a los niños en Eurodisney. El avión ese ha dejado una estela pringosa que me ha envuelto en un torbellino macabro, he sentido terror. Entonces, han asomado por el horizonte un desfile infinito de cayucos transportando los muertos de las guerras que apestan la tierra, otros cayucos iban llenos de gentes que intentaban huir, escapar de la muerte, los cayucos estaban a punto de reventar por el pánico y por el dolor. He abierto los ojos para no ver más y he llegado a la conclusión de que no hay lugar en el mundo donde esconderse, ni siquiera en el puto váter de un aeropuerto.
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