La inteligencia artificial, ¿problema o solución?

Existe una gran variedad de definiciones del concepto de inteligencia artificial. En 1956, John McCarthy impulsó una conferencia sobre lo que en aquel tiempo se denominaban «máquinas pensantes», referido a la cibernética, la teoría de autómatas y el procesamiento de información compleja. El lema de aquella reunión era «profundizar en la conjetura de que cada aspecto del aprendizaje o de cualquier otra característica de la inteligencia puede ser descrito tan en detalle que podría crearse una máquina que lo simulase». La Enciclopedia Británica define la inteligencia artificial como «la habilidad de una computadora, o un robot controlado por una computadora, de realizar tareas comúnmente asociadas a los seres inteligentes», entendiendo éstos como los capaces de adaptarse a circunstancias cambiantes. El Diccionario Merriam-Webster utiliza una doble aseveración: (1) «la rama de la informática que se encarga de la simulación de comportamientos inteligentes en ordenadores» y (2) «la habilidad de una máquina de imitar el comportamiento humano inteligente».

El lema de 1956 es discutible aunque contiene una palabra clave, el concepto de 'simular'. La investigación en inteligencia artificial no nos llevará a crear un cerebro igual o superior al humano, sino a simular, imitar o automatizar acciones y comportamientos humanos que requieran de cierta destreza aprendida o capacidad de razonamiento lógico. Si asumimos que la potencial capacidad de razonar artificialmente de la computadora se puede traducir en acción, siendo dicha computadora la que controla un robot, éste podría llevar a cabo acciones que realizaría un ser humano adiestrado, pero adoleciendo de la capacidad de improvisar. Hoy, la forma realista de interpretar esa posibilidad es a pequeña escala en el sentido, por ejemplo, de evolución en el tipo de desempeño laboral y en los cambios que en el mercado laboral se producirán, y se están produciendo, debido a la paulatina incorporación de la inteligencia artificial.

Un ejemplo lo encontraríamos en las formas de producir en industria. La Industria 4.0, en la que las máquinas están conectadas entre sí y se utilizan cantidades ingentes de datos, cambia y cambiará el rol del operario, así como las capacidades que éste requerirá para poder desempeñar su labor. Otro ejemplo lo tenemos en los bots con los que interactuamos cuando contactamos con departamentos de atención al cliente. La variabilidad en las interacciones relativamente baja facilita la posibilidad de imitar a una persona en ese entorno concreto de forma que el número de consultas que precisen de la interacción con una persona real sea menor, reduciendo costes de personal.

En lo referido a expectativas y miedos, la literatura y el cine han tenido mucho que ver en ambos casos, con innumerables ejemplos de aniquilaciones, suplantaciones de identidad y dominancia de las máquinas sobre los seres humanos. Cabría preguntarse, y lo dejo en el aire, si es ético aprovecharse de la inocencia, desinformación y/o sensibilidad de las personas para hacer negocio, aunque la pregunta sería extensible a todos los ámbitos, transcendiendo a la inteligencia artificial. Y si bien las expectativas exacerbadas no son realistas, y pueden deberse tanto a ingenuidad como a intereses malintencionados, los miedos pueden tener cierto fundamento, si bien no más que el que provoca el mal uso de cualquier tecnología avanzada. Eminentes personajes como Elon Musk o Stephen Hawking han mostrado públicamente su preocupación por un hipotético escenario en el que pudieran caer en manos de personas sin ética ni respeto por la vida humana herramientas de inteligencia artificial avanzada.

Podríamos afirmar que la limitación de la inteligencia artificial como mera imitación de comportamiento es a su vez su mayor peligro. En la definición de Merrian-Webster se menciona la imitación de comportamiento humano inteligente. Y ¿qué hay del comportamiento humano bien no inteligente o inteligente pero con fines destructivos? No parece lógico, y menos en nuestros días, asumir que el comportamiento humano es inherentemente inteligente, y mucho menos respetuoso con el otro, si bien la inteligencia artificial y toda la comunidad científica que contribuye a su desarrollo no deben pagar la factura de dichos riesgos potenciales, ya que los beneficios esperados en la calidad de vida de las personas en el futuro son enormes.