Leones bajo el trono
El juego de equilibrio de Sánchez escora hacia una ofensiva para desmantelar toda oposición a su objetivo: llegar a una «consulta» presentable «al amparo de la Constitución»
La fórmula pertenece a Francis Bacon y vino a cerrar la controversia entre el absolutista Jacobo I Estuardo y el chief justice Edward Cook durante ... el primer cuarto del siglo XVI. En seguimiento de la pretensión del rey de Inglaterra, Francis Bacon proclamó que los jueces debían ser leones, pero leones bajo el trono, sometidos a las leyes y las disposiciones surgidas de la prerrogativa real, con el fin de aplicar el Derecho, nunca de crear el Derecho. Por su parte, Cook planteaba una defensa intransigente de la autonomía en los tribunales de common law -el sistema jurídico creado en el país- como garantía de los derechos de los ingleses frente a las injerencias del monarca. El enfrentamiento prosiguió en el siguiente reinado y se desplazó hacia la incompatibilidad del Parlamento con el rey absoluto. Éste acabó perdiendo su cabeza y la autonomía de los jueces se mantuvo como pieza clave de la Constitución inglesa.
Fue el prólogo de una sucesión interminable de conflictos, que no se solucionó en los dos últimos siglos por mucho que las constituciones escritas proclamasen la división de poderes y que se buscaran arbitrios para conjugar la independencia del Poder Judicial con la aspiración del Ejecutivo. El problema ha estado ahí durante los cuarenta años de nuestra democracia y parecía haberse enquistado, sin excesivos costes, con una politización indirecta, cuyo indicador más claro eran y son los problemas de renovación del Consejo General del Poder Judicial.
Tampoco el funcionamiento de sus órganos superiores fue muy satisfactorio. El mejor ejemplo lo ofrecieron los debates en el seno del Tribunal Constitucional sobre la enmienda del PP contra el Estatuto de Cataluña, filtrados sistemáticamente. Podían hacerse apuestas. Y eso resultó muy costoso de cara al futuro, con la inmediata descalificación catalana de una ponderada sentencia aprobatoria con recortes, sobre la cual cayó un alud de descalificaciones. En medios autocalificados de progresistas, incluso fue señalado un chivo expiatorio: el juez socialista apodado «el intransigente». Al parecer, hubiera debido obedecer al dictado de su adscripción política.
La situación es hoy bastante más grave, en la medida que estamos pasando, según los indicios más recientes, de una politización excesiva a un proyecto de subordinación del Poder Judicial a la estrategia del Gobierno. De nuevo los leones bajo el trono. Cabe entender la preocupación, incluso la angustia, de Pedro Sánchez al ver que sus ejercicios de equilibro sobre el trapecio catalán, tropiezan con resoluciones como la de la Junta Electoral Central cuyo resultado inmediato pudo ser la deposición de Quim Torra. No toca aquí valorar el acierto o el desacierto de la sanción acordada. Solo señalamos su inoportunidad, desde el punto de vista del presidente, lo cual no era licencia para entrar en guerra contra la institución e invocar la sempiterna condición perversa de aquellos magistrados que por contradecir sus propósitos se convierten en reaccionarios. Para eso sí está funcionando desde el principio la cohabitación con Pablo Iglesias, feliz al cargar a su modo contra los adversarios, una tarea en la que cuenta con la bendición superior.
En el segundo asalto la violencia ha arreciado. El ya vicepresidente critica ahora al conjunto de la Judicatura al celebrar que la Justicia europea «ha quitado la razón a los tribunales españoles, lo cual supone una humillación para el Estado español». Estamos ante una pieza ejemplar de agresión verbal en el nivel de la connotación: la oratoria de asamblea de facultad manejada con la habilidad de una daga florentina. Él no juzga la justicia de las resoluciones europeas, lo cual le hubiera supuesto afrontar el riesgo de una explicación; constata su valor destructivo de la Justicia española, su verdadero propósito, y en fin, convertido en autoridad, confiesa «la humillación» de ese Estado que él ya encarna. Por ello, aprovechando que el Nervión pasa por Bilbao, hay que acabar con «la judicialización» del problema catalán. Que todo sea «diálogo». Si llega otra declaración unilateral de independencia, ¿diálogo también ?
La protesta del CGPJ fue moderada. La sorpresa consistió en la rápida réplica del Gobierno en defensa de su vicepresidente. Como siempre, los mantras de «diálogo» y «libertad de expresión» a modo de justificativos. Raro diálogo en el que todo un Ejecutivo avala el juicio peyorativo vertido sobre el conjunto de su sistema judicial. ¿O es que Iglesias habló en nombre de todo el Gobierno? De no ser así, éste no tiene por qué interferir en el «diálogo» con un CGPJ que se limitó a emitir su juicio. Y en cuanto a la «libertad de expresión», parece obvio que desde medios gubernamentales debiera ser ejercida sin que la crítica se convierta en descalificación. A no ser que de esto se trate. Bastante daño hace el PP desde este ángulo a la convivencia democrática como para que el tándem Sánchez-Iglesias se entregue con ganas a superarlo.
En la misma orientación se inscribe el nombramiento de Dolores Delgado para la Fiscalía General del Estado. Lógico y legal: un león seguro a la sombra del poder. Pero hay otra cuestión a esclarecer: la sustitución de su predecesora, tal vez por su tardanza (o resistencia) a emitir el dictamen que significaba luz verde para la aceptación por ERC del esquema negociador.
La lectura política de estos episodios recientes no favorece el optimismo. Desde el 10-N, el juego de firmeza y equilibrio por parte de Sánchez ha escorado hacia una ofensiva para desmantelar toda oposición a su objetivo esencial: llegar desde la mesa de negociación a una «consulta» presentable «al amparo de la Constitución». ¿Qué es eso ? Para entenderlo, hay que moverse en la diagonal Iván Redondo/Pablo Iglesias, alérgica a la información. De momento importa dejar de lado la «judicialización», que exigiría atenerse a ese marco constitucional nunca citado de frente.
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