Legislatura compartida
Con la acostumbrada osadía que muestra el destino, el país se ha vuelto esta primavera el escaparate de los avances de la temporada otoño-invierno, ... desvelando secretos, traiciones y arrumacos insospechados. Así está el patio, con un color especial, indefinido e indefinible en Madrid, Barcelona, Melilla o en Samaniego, que nos pone a los ciudadanos hasta en la curiosa modalidad de 'custodia compartida'. Los pactos postelectorales han desafiado las tendencias de la alta costura política, convirtiendo la vida municipal en un mercadillo de gangas y oportunidades que no auguran sino una legislatura de extrema complejidad.
Teniendo en cuenta que es ahí, en los respectivos ayuntamientos, donde se siente la verdadera gestión política, algunos van a tenerlo muy crudo. Se sospechaba que estábamos en plena desaparición de las ideologías que hasta hace bien poco sostenían los partidos políticos, que el bipartidismo se había extinguido y que las corrientes sociales y participativas reclamaban su presencia. Sabíamos, incluso, que España era uno de los pocos países europeos que no tenía un partido de extrema derecha y que el asunto estaba al caer. Lo que desconocíamos era la deriva que podía alcanzar este buque que es el poder en el juego de pactos y acuerdos de coaliciones de gobierno. De todo este desbarajuste, que los analistas políticos se ocuparán de justificar y explicar, lo más preocupante, a mi entender, no es que surgiera un partido con olor a naftalina y reaccionario que no sé como calificar, sino que fuera él quien precipitara la aparición de la osadía que ya estaba empezando a rezumar en el comportamiento político.
La derecha se hace cargo de sus hijos aún cuando ellos pretenden devorarla, y la izquierda un poco de lo mismo, porque no han sido capaces, en muchos casos, de ordenar la jerarquía de sus supuestos valores, salvo en el caso de Valls, que venía entrenado de lo que sucedía en Francia. Había muestras de sobra, se alejaban de una ética -evitaremos utilizar 'moral'- incuestionable en alguien que se dedica al bien común, con el único freno de la ley, y parecían gozar de un derecho especial para convertir la traición en virtud y la cobardía en estrategia. Durante la entrega de los bastones a los alcaldes, las salas de plenos han sido campos de batalla dónde se escuchaban improperios, abucheos y el aire se podía masticar. Nada era lo que parecía.
Consentimos, regañando, pero lo hicimos. Por sumisión e impotencia. De alguna manera aceptamos que se insultaran en nuestra presencia en los debates y hasta en el Congreso. La eterna precampaña desató los modos y no podemos negar que no sintiéramos una falta de respeto y seriedad en el juego democrático que parecía levantarles centímetros del suelo. No puede admitirse que se empoderaran achacándose presuntos delitos, silencios y chantajes en un reglamento propio e inadecuado en el que ellos se sienten cómodos y que ahora amenazan con impugnar los secretos acuerdos.
Hemos ido aceptando su código, que incluye no solo extraordinarias prebendas económicas y fiscales, sino un comportamiento que la sociedad afortunadamente no maneja con tanto desparpajo. ¿Sería posible una actitud semejante en la vida civil? Creo que no. Como consuelo, los medios de comunicación nos informan de que no solo aquí se cuecen las habas y que el todo vale y el regateo -ahora sí voy a decir moral- es una moneda aceptada universalmente en política, pero a mí no me parece consolador este desafortunado plural. Me aterra el reflejo de estos comportamientos en la sociedad. No soporto que se vayan de rositas y se incluya la aceptación del agravio innecesario, la poca valentía de pregonar los valores que uno tiene -en desuso o no-, la perturbadora necesidad de pertenencia y, como peino canas, lo único que empiezo a necesitar es que, como dice el refrán, nuestros políticos se vistan empezando por los pies.
Pero aquí estamos, en el todo vale, con corporaciones dispuestas a levantar los adoquines que pusieron sus predecesores, mientras en el horizonte se levantan las primeras olas de una crisis que tarde o temprano llegará a nuestras costas y que, sin duda, aumentará la presión fiscal y los impuestos municipales. Ya no se trata de peatonalizar el centro de nuestras ciudades, sino de administrar con cabeza y corazón la vida diaria. Este espectáculo, que afortunadamente me queda algo lejos, es deprimente y poco esperanzador y constituye la espina dorsal del escepticismo que ha minado la confianza del ciudadano; en definitiva, lo que ha dañado la vida política y lo que nos dañará a los ciudadanos.
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