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Mi curandero africano

Viernes, 6 de octubre 2017

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Hola, mi nombre es Manolo. Accidentalmente he golpeado tu coche y alguien me ha visto. Así que finjo apuntar mis datos y dejártelos en el parabrisas. Lo siento. Firmado: Manolo». Así rezaba la lacónica nota que encontré bajo el limpia delantero de mi coche, la tarde en que volvía del cine, en la que descubrí la matrícula colgando y los embellecedores delanteros de mi buga hechos fosfatina.

Alguien había golpeado la parte delantera del coche, empotrando su bola de remolque bajo el paragolpes y destrozando la defensa delantera, tras una brusca maniobra de aparcamiento. Y, ante la presencia incómoda de algún testigo inoportuno y por salvar las apariencias, aquel desaprensivo había fingido escribir una nota de disculpa donde supuestamente hacía constar los datos, junto a un teléfono de contacto.

Se trataba de una nota sarcástica en la que, además de destrozar el automóvil, el autor del despropósito se mofaba, alardeando de reflejos y de ingenio. El afectado, mientras tanto, como en tantas ocasiones, cornudo y apaleado.

Y no es sólo que me jodiera soberanamente el percance y la pasta que habría de costarme. Que también. Sino que lo que me inflamaba era que el autor material del siniestro hubiera preferido salvar la prima por no pasar partes a la compañía, antes que asumir su error y hacerse cargo de la desgracia ajena, en este caso la mía.

No podía apelar a la justicia, ni a Puigdemont, ni a la Guardia Civil porque estaban todos en Catalunya montando el belén, aunque todavía no fuesen navidades. Así que decidí tirar por la calle del medio y tomarme la justicia por mi mano.

Busqué aquella tarjeta que me diera en la calle un fulano, y que guardé previsor, en la que se anunciaba un tal Baramboko, curandero africano para más señas. Entre los infinitos males que curaba y virgos que remendaba, se hallaba lo que yo más necesitaba en aquel momento: una respuesta a mi sed de venganza. «Mal de ojo. Resultados en tres a siete días. 100% garantizado. Desplazamiento posible. Trabajo a distancia». Y un número de teléfono al que llamé inmediatamente para solicitar una cita.

En lo primero que reparé fue en que aquel fulano era de un país francófono del África subsahariana; por el color de su piel; por el extraño acento que teñía su conversación; y sobre todo porque repetía ‘oui’ a cada momento. Le puse al tanto de la fatalidad que ocurriera con mi vehículo y de mis aviesas intenciones para con el responsable, el tal Manolo de la nota. Le dejé bien claro que no quería su muerte, pero sí un castigo ejemplar cuanto menos. Quería que sufriera y que padeciera por el mal que había causado y por el recochineo subsiguiente del mensajito de marras.

Me pidió la nota manuscrita que inmediatamente procedí a entregarle. Con gran boato colocó su manaza encima del papel, a la vez que ponía los ojos en blanco, haciendo desaparecer sus pupilas como si éstas estuvieran curioseando el interior de su calavera. Mientras entraba en una especie de trance que amenazaba con enconar mi taquicardia, comenzó a proferir unos sonidos guturales de todo punto incomprensibles.

A un paso del arrepentimiento, de levantarme y poner tierra de por medio, el curandero volvió en sí, recondujo sus pupilas al lugar habitual y me dijo sin solución de continuidad: «Si desea el nombre y la dirección del culpable, la información le costará 500 euros. Si lo que quiere es que utilice mis poderes para propinarle un severo correctivo, confiando en mi ‘savoir faire’, se lo dejo en 150. Y si además quiere que el tal Manolo sepa la causa de sus males, deberá pagar un suplemento de otros 100 euros».

Claramente superado por lo que estaba escuchando le dije que de conocer la identidad, nada de nada. Que sólo me traería problemas. Coloqué doscientos cincuenta euros sobre el tapete. «Castigo severo y que sepa el por qué de sus males», dije con firmeza.

Me despedí de Baramboko seguro de que sólo un estúpido como yo podría haber caído en semejante patraña. Me llamé tonto mil veces aquella tarde, y otras tantas cada una de las siete que siguieron a la cita con aquel sacacuartos. Cuando ya me había olvidado del asunto, y tras haberme castigado por gilipollas un fin de semana sin salir, decidí darme una vuelta.

Cuando me acerqué al coche, di un respingo al ver la nota que destacaba sobre el parabrisas delantero. La cogí, desdoblé el papel y leí: «Puede localizar a Jorge, mi corredor de seguros, en el teléfono que le adjunto. Con mucho gusto me haré cargo de los destrozos que involuntariamente causé a su vehículo la semana pasada. Disculpas sinceras por la demora. Firmado: Manolo».

No sé si fue todo fruto de una casualidad. Por eso nunca referí a nadie lo sucedido, sabedor de que sólo causaría incredulidad y burlas. Pero ya se sabe, soy periodista e incapaz, por ello, de mantener la boca cerrada. A sabiendas de que si la abro, a buen seguro que entrarán moscas.

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