En el mundo
En el mundo de ayer se decía: si no hay noticias, buenas noticias. Y sonaba cabal. Pero eso se acabó. Ya no funciona. Porque ahora ... siempre hay noticias. Nunca estaremos ya sin noticias, me temo. Malas, quiero decir. Las buenas no cuentan. De hecho, hay tantas que se amontonan. Compiten entre ellas. Se confunden unas con otras. O incluso se enrollan y generan monstruos. Las malas noticias se han convertido en el espectáculo de un mundo incapaz de levantar el pie del acelerador. Son el combustible de los grandes medios. En torno a las malas noticias se organizan interesantes debates de cerebritos, reportajes asombrosos, series basadas en hechos reales y todo tipo de productos destinados a mantenernos más o menos expectantes, más o menos fascinados o intimidados. Un día tras otro. Si una mala noticia pierde su poder de seducción, no pasa nada. Se lanza otra. Hay miles deseando ocupar su lugar. Cada vez más atractivas. Mejor maquilladas. Unas realistas. Otras escandalosas. Se trata de decidir, en cada momento, la que prefieres creer. Puesto que cualquier cosa que aún parece verdad podría ser ya mentira.
Las malas noticias confeccionan la realidad. Están por todas partes, no hay forma de escapar. Así que, claro, hay que aprender a vivir con ellas. Con las malas noticias. Y ¿cómo se vive siempre con las malas noticias sin volverse uno loco? Repito: ¿cómo se vive siempre rodeada de malas noticias sin volverse una loca? ¿O ya lo estamos? Todos, digo. Porque a lo mejor lo estamos. Locos y locas. Y no lo sabemos. Porque nadie nos lo ha dicho. O sí nos lo han dicho y no nos lo queremos creer. O sí nos lo creemos, pero ya no nos importa.
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