Desde hace unos años la salud mental ha pasado de ser un planeta desconocido al que solo algún desgraciado acudía, a convertirse en un caudaloso ... y silente río que revela un padecimiento cotidiano que nos resulta inexplicable. Las consultas de psicólogos, psiquiatras, especialistas en 'mindfulness', yoga, meditación están hasta la bandera, quizás porque hemos descubierto que todos somos vulnerables y que la vida es un viaje en el que cada uno nos calzamos un zapato distinto; algunos parecen más dotados para resistir las tormentas y otros, no tanto.
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La melancolía se parece a los ambientadores que olvidamos en una esquina de la casa y que de pronto nos sorprenden abandonados, pero emitiendo su aroma. Vi en un programa de televisión que mi adorado escritor Antonio Muñoz Molina sufría una depresión y que hablaba de su estado como un caminante al que la inclinación de la montaña le había vencido. Decía cosas estremecedoras con esa sabiduría que le caracteriza. Economizaba las palabras tanto como su sonrisa y hablaba de que en nuestra sociedad ha calado el silencio y la indiferencia, como, y esto lo añado yo, si ya no pudieran sostenerse las utopías ni siquiera en una pequeña revolución de barrio.
Todos sabemos que cada generación lleva su espina y su relato ocupando sus pensamientos, pero el ser humano moderno está entrenado en la desatención, en focalizar su interés tan solo unos instantes, como si hubieran desterrado de su cabeza la acepción de la palabra eternidad, esa percepción capaz de detener el tiempo y cuya ausencia provoca tanta incertidumbre. Hay niños, muchos, muchísimos, diagnosticados con el déficit de atención, porque no responden a los estímulos igual que la mayoría. Era aquello de estar en clase de matemáticas en Babia, en las Batuecas o mirando las musarañas y que te hacía candidata a un buen coscorrón. Ahora, muchos de esos niños están medicados. Ellos son lo que son, han sido educados en la inmediatez y todo lo que dure más de treinta segundos se les derrite en el cerebro.
Hace diez años, muchos de nosotros pasábamos una hora leyendo, concentrados, transportados a un territorio de ficción donde gozábamos, pero para un joven resulta una proeza para la que no está educado; ahora apenas estamos presentes del todo en la vida… Mi querido Antonio volverá a ver la luz y así se lo deseo, trabaja en ello; su mujer, Elvira, lo mira con cariño y sus hijos comen con él los domingos. Él sigue escribiendo porque dice que un oficio va más allá de la melancolía.
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