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Tumba del dictador Francisco Franco. Reuters

El bendito enlosado del infierno

La impericia en la gestión de la inhumación de los restos de Franco y el torpe manejo de un oportuno contacto parecen haberse producido por la pulsión que agita al Gobierno cada poco

Lunes, 5 de noviembre 2018, 00:55

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Nos conformamos con poco. Era tal el hastío generado por el Gobierno anterior que a este no le pedíamos más que alguna idea ocurrente y que no metiera demasiado la pata. La de sacar de una vez los huesos del dictador de su estancia privilegiada era una de las posibles, pero la elección de Carmen Calvo como mano derecha del presidente no presagiaba precisamente el aburrimiento que producen la discreción y la eficacia. Mujer tan desahogada prometía episodios de hilaridad como los de la última semana.

El problema es ir a dar con un incidente diplomático nada menos que con el Vaticano. De San Pedro a Maquiavelo y de este a hoy no se conoce mayor habilidad diplomática que la de la Iglesia de Roma. Su maestría con los gestos y silencios destaca en estos tiempos de ruido y verbosidad. La vicepresidenta ha quedado desairada con una nota de seis líneas. Y lo ha sido con el texto y con el contexto: lo segundo porque no es habitual que el jefe de prensa -Direttore della Sala Stampa della Santa Sede queda mejor- salga al paso de las declaraciones de una gobernante extranjera; lo primero porque el primer ministro del Estado Vaticano -secretario de Estado de la Santa Sede, también mejor- le deja claro que el problema es de Moncloa, no suyo.

El exceso verbal de la vicepresidenta ilustra de nuevo sobre la esencia de la política: cómo llevar a efecto y a buen puerto una idea adecuada. Eso que despectivamente llaman gestión, pero que es purita política. La idea buena -sacar a Franco de lugar relevante- se puede convertir en horrorosa -colocarlo en mitad de Madrid, en lugar aún más relevante- con solo que la familia se plante. Y la Iglesia, el Vaticano en este caso, le dice que no está por la labor de sacarle las castañas del fuego. No dice que preferiría no ver contaminada su catedral de La Almudena con semejante huésped, pero tampoco que se va a arremangar para que eso no ocurra. La Iglesia de Tarancón no adjuró ni de la Santa Cruzada, ni del nacionalcatolicismo, ni de la dictadura: solo se mostró partidaria de colaborar al advenimiento de la democracia para que con ella la sociedad española resolviera problemas como este.

La impericia en la delicada gestión y el torpe manejo de un oportuno contacto parecen haberse producido por una prisa que se antoja influida por la compañía izquierdista y por la pulsión en esa línea que agita al Gobierno a cada poco. Carmen Calvo amenaza con tirar de Ley de Memoria Histórica (o como se llame oficialmente) para colocar los restos del dictador donde le plazca o, como deferencia, remitirlos por paquete-exprés a la familia, con la prohibición expresa de que los entierre en La Almudena. Carmen Calvo obraría así de forma revolucionaria, sin ajustarse a la exigencia de un Estado de Derecho, que es lo que gobierna por un tiempo. Haría como sus compañeros de viaje de Podemos o como muchos ciudadanos piensan de corazón, sin encomendarse al respeto de la legalidad. Así se expresaron entusiastas algunas asociaciones de la llamada memoria histórica, jaleando la nueva disposición del Ejecutivo.

Pero eso no lo puede hacer y por eso promete primero que lo hará -no dejarlo llevar a La Almudena- y a continuación hace como que tiene para ello la complicidad de la máxima autoridad política de la Iglesia, se supone que también incómoda con el hipotético regalo: el Papa Francisco sabe lo que es compartir espacio con dictadores (vivos o muertos). Y se produce una de esas situaciones en que en un 'ménage à trois' el que lleva la iniciativa puede quedar al pairo con solo que sus otros dos compañeros se queden quietos. En esa tesitura se entiende que haya arriesgado al máximo, vociferando y manipulando los futuribles acuerdos: necesitaba generar algún movimiento para dejar a uno de los vértices sin aliado y así ganar la partida.

El endiablado asunto vuelve a pedir tiempo. Hoy está en un callejón sin salida y con el Gobierno sin botón que activar. Hay que volver a pensar alternativas. Puede removerse en la propia basílica del Valle de los Caídos y colocarse en un lugar no preferente, casi anónimo. Pero nos quedaríamos en un intermedio engorroso y, sobre todo, haciendo un poco el ridículo. A la familia no se le puede convencer porque no hay con qué. De manera que se impone volver la vista hacia la Iglesia, por abrumadora que sea la aventura. Algún obispo ya se ha prestado a respaldar la tesis gubernamental y negar así una inhumación bajo techo tan sagrado e inoportuno como el de una céntrica y turística catedral.

Hay que suponer que edificio tan voluminoso seguro que tendrá un lugar más discreto que la cripta para dejar descansar de una vez esos restos (y a nosotros con ellos). Y cabe pensar que entre tantos asuntos que sin duda tendrán Estado e Iglesia pendientes y abiertos habrá alguno que pueda colmar de manera suficiente las apetencias y expectativas de Roma y de sus sucursales por el mundo, empezando por la española. En esa conversación tan críptica, al parecer, a la que asistió Carmen Calvo se habló también de un par de cosas suculentas: el régimen fiscal de la Iglesia en España y la posible revisión de los bienes inmatriculados por esta en los últimos años y de manera, esta sí, revolucionaria. ¿A que sí que hay espacio para acordar conjuntamente puntos de encuentro?

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