Aguador
La vida política no debiera dar la tabarra en verano, pero la pesadilla va para largo
Se me cerraban los ojos arrullada por la brisa y las olas del mar, pero la rabia no acababa de dejar paso a la pereza. ... Había estado jugando a adjudicar adjetivos que no tuvieran la turgencia de un improperio, para dedicárselos a los líderes políticos del país, a los que ya no les servían las reglas porque el bipartidismo no había sido elegido. Me cansaba no encontrar un vocablo para su desganada incompetencia, así que me fijé en un señor con gorra y gafas que iba y volvía de la orilla a una sombrilla cercana, cargando con dos cubitos de plástico; uno rosa y otro verde. Por el rabillo del ojo vi que su objetivo era saciar la hiperactividad de dos niñas idénticas, que destruían con tenacidad una construcción con almenas. Las niñas, ajenas a los viajes de su presunto abuelo y a su temprana edad para no pasarse de la raya, me recordaron a los ministerios que el pueblo español le debe a Podemos por estar en poder de la razón. Mi sopor estival no alcanzaba su zenit con aquellos pensamientos y temí volver a casa sin mi necesitada ración de ondas alfa y pereza veraniega.
Días atrás me habían entregado mi vida laboral para hacer un cómputo de los años que me quedaban por cotizar, no precisamente en criptodivisas y, para mi sorpresa, quedaba todavía un tramo demasiado largo como para soñar a la luz de la luna. Un berbiquí agujereaba las cada día más frágiles convicciones, mientras una voz en off me susurraba que no podría jubilarme nunca por ser autónoma y contemporánea de los inútiles que nos gobernaban a los que tenía que seguir sus pasos me gustara o no. No me veía de aguadora, como el abuelo de la sombrilla vecina. De hecho, tenía indicios suficientes como para imaginar que para cuando llegaran los nietos, tiranos o no, iban a pillarme vestida con un caftán, las canas al aire y unos cañizos donde sentarme con la luz de la tarde a leer un texto donde no se nombrara la izquierda, ni la derecha. Los cálculos matemáticos desde una hamaca siempre acaban mal. Una se despista con el desfile de la orilla, la música que llega del chiringuito, o la frase del libro de la que no has pasado en cinco días.
La vida política, en verano, debiera dejar de dar la tabarra, no atormentarnos las siestas ni el merecido olvido, pero la pesadilla iba para largo. Suspiré y miré a mi alrededor; el abuelo seguía acarreando agua, pero se había quitado la gorra y las gafas. Con horror, reconocí a un exconcejal que luego fue parlamentario y que acabó de senador aforadísimo para que no le buscaran las cosquillas con sus negocios oscuros. Me levanté, me lancé a su encuentro y en un estudiado tropiezo conseguí que derramara el contenido de los cubitos. Seguí mi camino, me mojé los pies en la orilla y me sentí mejor con mi venganza de pacotilla. Damos pena los ciudadanos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión