Mientras en la playa de Laredo dos vecinos se enzarzan por un metro cuadrado en primera línea, en la barra de un histórico restaurante de ... Bilbao, dos viejos conocidos se saludan e inician una conversación por primera vez en años. En la mesa del fondo, una señora solitaria da cuenta de unas jugosas chuletillas de cordero, su homenaje de cada sábado. Sus amigas tendrán que resignarse al anodino bufé del hotel donde veranean. Me llama un colega, indignado: ha pagado una fortuna por una paella deleznable en un chiringuito de Levante. Le dejo desahogarse, mientras saboreo un pintxo muy codiciado que rara vez tengo el placer de disfrutar. Hacen muy pocos al día, y siempre llego tarde.
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Esa calma chicha que todavía se respira en Bilbao durante las primeras semanas de agosto se esfumará esta tarde, con el txupinazo de Aste Nagusia. Lo cierto es que cada vez se hace más difícil de encontrar. El turismo ha transformado aquella estampa desértica de antaño y –al menos en el entorno del Guggenheim y el Casco Viejo– muchos establecimientos permanecen abiertos para abrevar a los que eligen la villa como destino. Cuesta abrirse camino en la calle Correo como si fuera un fin de semana navideño y en los bares de la Plaza Nueva aún hay peleas por un hueco en la barra.
Los remansos de paz se encuentran en lugares menos evidentes para el turista, que durante el resto del año son territorio de los 'connaisseurs' locales. Enclaves de visita diaria para muchos bilbaínos que, por caprichos del algoritmo, aún no han sido descubiertos –afortunadamente– por el público internacional. En esas ínsulas baratarias se puede encontrar estos días a txikiteros irredentos que, con la cuadrilla mermada, se dan un homenaje en forma de crianza; señoras endomingadas que comparten confidencias entre sorbos de verdejo, o matrimonios que celebran tener el nido vacío en torno a una fuente de marisco.
Yo tampoco me puedo quejar. Mi esquina de la barra está libre, no tengo que esperar turno para el periódico y las rabas me resultan más crujientes que de costumbre. Pequeños privilegios de seguir con la vida diaria mientras el resto se va de vacaciones.
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