Leo que Cristiano Ronaldo está como loco de contento porque acaba de hacerle un hueco en su ostentoso garaje al coche más caro del mundo, ... y me quedo pensando si en la conciencia de este hombre habrá un atisbo de incomodidad, siquiera una levísima desazón semejante al roce que produce en el ojo la brizna de polvo que se introduce en el párpado, esa sonrisa triste y estúpida que se te queda cuando celebras un triunfo, pero una parte de ti no está precisamente orgullosa de lo que acabas de lograr. Lo digo porque en mi caso, estando a años luz del poder adquisitivo de Cristiano, sí he llegado a sentir una punzada de desazón tras la compra de algún capricho caro para mi bolsillo y totalmente prescindible.
Podría decir que entiendo a Ronaldo porque en los últimos años me he llegado a identificar más con el consumismo de lo que creí identificarme con el comunismo cuando de universitaria voté a un partido trotskista. Pero, por suerte, no hay mal que por bien no venga y a mí el confinamiento me quitó de encima cinco kilos y las ganas de comprar a lo loco. Descubrí que hay placeres mucho más baratos y gratificantes que ir (por ir) de tiendas. Por ejemplo, contemplar un paisaje desde la cima de un monte a la que has llegado jadeando.
Cristiano no parece estar ahí. Él sigue intentando tapar el insondable agujero negro que le dejó una infancia marcada por la pobreza. Pero eso, como dirían en México, no tiene llenadera. Cuántos coches de lujo necesita si solo puede conducir uno a la vez... Imagino a Ronaldo ante su despampanante parque móvil plagado de Rolls y Bugattis preguntándose «en cuál me monto» con la misma angustia vital de una consumista compulsiva de ropa que se asoma a su vestidor repleto de trapos preguntándose: qué me pongo.
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