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Nadal se hace eterno en París
El mallorquín aplasta a un Casper Ruud superado por la presión, se corona por decimocuarta vez en Roland Garros y suma su título de Gran Slam número 22
Se había especulado mucho a lo largo de la semana sobre si Rafa Nadal estaría jugando en Roland Garros su último torneo, cansado de sufrir ... su lesión crónica en el pie izquierdo, el ya famoso síndrome de Müller-Weiss. El gran campeón de Manacor no aclaró ayer, tras triturar a Casper Ruud en tres sets (6-3, 6-3 y 6-0) y sumar su decimocuarto título en París y su Grand Slam número 22, ya dos más que Federer y Djokovic, cuál será su futuro. Dijo, sencillamente, que lo seguirá intentando. Ahora bien, es de tal categoría su presente, es tan brutal el nivel de su juego, que su retirada parece un contrasentido absoluto, aunque no lo sea. Y es que una cosa es que un gran deportista se retire siendo todavía competitivo, sin dejar que asome ningún rastro de decadencia, y otra es irse estando solo en la cima del mundo y en plenitud de resultados. Porque lo cierto es que Nadal, a sus 36 años, ha conseguido en este 2022 lo que no había logrado nunca en toda su carrera: ganar de forma consecutiva en Australia y Francia.
La forma en que el tenista de Manacor ganó ayer remite a otras grandes palizas que, en sus días de mayor apogeo, dio a sus rivales en la final de París. Los seis juegos que a duras penas pudo hacer Casper Ruud, al que con 3-1 a favor en el segundo set, tras haber perdido el primero, le cayó encima el diluvio universal, son los mismos que hizo Wawrinka en 2017 y dos más de los que pudo firmar Roger Federer en aquella final de 2008 que el suizo recuerda como una sesión de tortura. La conclusión es evidente: el Nadal arrasador sigue ahí, dolorido y achacoso, es cierto, pero con su capacidad de demolición intacta. No es extraño que todos las grandes figuras de la Next Gent, algunas tras haberlo sufrido en sus carnes, sientan veneración por el campeón español hasta el punto de considerarlo indestructible, una especie de tótem ante el cual sólo queda inclinarse en señal de respeto.
Casper Ruud pareció ayer muy poca cosa cuando no lo es en absoluto. Sin duda, le pudo la presión -hasta ahora no había llegado ni siquiera a unos cuartos en un Grand Slam- y, por supuesto, la presencia intimidante de Nadal, en cuya academia se ha formado. No tiene que ser nada fácil enfrentarte a tu ídolo y menos en el escenario sobre el que ha erigido su leyenda. En este sentido, el joven noruego recordó al Dominic Thiem de 2018, que llegó como un cohete a la final y salió de la pista como si le hubiera pasado por encima una apisonadora. El austriaco no fue capaz en ningún momento de hacer su juego y al escandinavo le pasó ayer exactamente lo mismo. Desde los primeros juegos se vio que Nadal, estratega implacable, el Sun Tzu del polvo de ladrillo, iba a martirizarle con sus derechas altas y cruzadas buscándole al revés, su punto débil. Y Ruud no pudo hacer nada para evitarlo.
Marcar territorio
El campeón mallorquín comenzó la final como suele hacerlo casi siempre, sobre todo en París: marcando territorio con la precisión del mejor topógrafo. Se puso 2-0 y luego hizo un tercer juego nefasto, con dos dobles faltas incluidas, una cosa muy rara, que permitió a su rival devolverle el break. Fue un despiste pasajero. Nadal volvió a apretar, cada vez más sólido, se puso 4-1 y, a partir de ahí, defendió su renta hasta llevarse el primer set por 6-3. Ya había puesto la primera piedra.
El segundo set fue decisivo. El español desperdició tres bolas de break en el primer juego, su rival se animó y acabó poniéndose 3-1. Ruud miró a su banquillo y se dieron ánimos mutuamente. Es muy probable que, en ese momento, el tenista de Oslo pensara que se estaba metiendo en el partido, que su derecha iba a ser desequilibrante y que su saque, una de sus mejores armas, empezaría a darle muchos réditos, como sucedió ante Cilic. El problema es que Nadal sabía perfectamente lo que estaba pensando su amigo y pupilo escandinavo, las ilusiones que se estaba haciendo. Y las cercenó de una forma brutal. Sin piedad.
Fue como si, de repente, hubiera entrado en funcionamiento una máquina de demolición. El balear empezó a encadenar juegos, dos de ellos en blanco, alternando derechas y reveses cruzados marca de la casa. Ruud, impotente, acabó entregando el set con una doble falta (6-3) y ya directamente arrojó a la toalla. «Yo no he venido aquí a luchar contra los elementos», debió pensar, comparando a Nadal con una fuerza de la naturaleza, lo cual no deja de ser una buena analogía. El título de Roland Garros ya estaba encarrilado y el campeón de Manacor se fue a por él con una determinación y una confianza absolutas, las que consiguió tras su impresionante victoria en cuartos frente a Djokovic y la lucha titánica ante un Zverev gigantesco en semifinales. El rosco (6-0) cayó como la manzana de Newton y Nadal volvió a coronarse por decimocuarta vez en París. Las gradas de la Philippe Chartier, donde los franceses ya han acabado adaptándole como una figura propia, al estilo de lo que hicieron con Picasso, estallaron de alegría y admiración. Si estos 14 títulos no son la mayor gesta de un deportista en toda la historia, no le faltará mucho.
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