Público
Cuando colgó la llamada, Leire se resignó a la idea de tener que pedir un par de días libres en el trabajo, y pensó en ... la vergüenza que pasaría si sus alumnos la reconocieran entre el público. Nunca les había escuchado hablar del Late Xou, de hecho, dudaba de que vieran la televisión generalista, pero se sintió igualmente agobiada. Además, un malestar le trepaba por la garganta. Se levantó del sofá, se recolocó el pantalón del pijama, que siempre le dejaba medio culo al aire, y se fue a la nevera para comer un poco de queso fresco. Era consciente de que Marta podía enredarla para llevar a cabo cualquier plan por absurdo que fuese. De alguna manera, sometía su voluntad a la de ella, y eso le generaba tormentosos sentimientos de frustración. El caso es que la primera vez que, tras haber comentado los pormenores del último programa, su amiga le comentó que quería que fueran de público, se lo tomó a broma, pero enseguida se dio cuenta de que era una propuesta firme y de que, una vez más, aunque ella hubiera preferido hacer otro tipo de viaje, acabaría sentada en una incómoda silla, aplaudiendo a Marc Giró.
Un par de semanas después de la llamada, las dos amigas subían al tren que salía de Bilbao a las tres y veinte de la tarde. Ocuparon sus asientos, y Leire, a quien le había tocado pasillo, inspiró profundamente, estiró las piernas y sonrió. Tenían casi siete horas de viaje por delante. Los paisajes comenzaron a desfilar al otro lado de las ventanillas y el ruido de las ruedas sobre los raíles disolvió el silencio, demasiado denso, del vagón.
- Hay varias filas de asientos libres, si quieres me cambio de sitio para que estemos más cómodas- propuso Marta.
Leire la miró extrañada, como si hubiera descubierto que una nota desafinada se alojara en el seno de una melodía perfecta, y negó con la cabeza. Después se levantó, cogió la mochila que había dejado en el portaequipajes, sacó un libro, 'Stoner', de su interior. Leyó durante un largo lapso de tiempo mientras Marta miraba por la ventanilla y a veces -lo notó- la miraba a ella; después vieron 'Techo y comida' en el televisor del tren. A Leire se le escaparon las lágrimas ante el drama de la protagonista y Marta, conmovida, no pudo evitar acariciar la cara a su amiga. Las horas de trayecto comenzaban a pesar, y en un momento dado, decidieron ir a la cafetería a comer las empanadas que Marta se había encargado de comprar esa mañana. Pidieron sendas botellas de vino tinto. Comer allí de pie tenía su complicación porque el vagón se movía demasiado. Mientras merendaban, repasaron divertidas algunas de las entrevistas estelares de Marc Giró y recordaron algunos de sus comentarios más afilados.
- Qué diva absoluta es, qué ganas de verlo, ¿verdad, Mari?
- Que no me llamesMari, Marta, qué pesada eres.
Leire se rellenó el vaso. Bebió con ganas y se manchó la comisura de los labios. Marta se acercó a ella y se los limpió con una servilleta.
- El vino te había dibujado los bigotillos de Willy Fog.
De pronto, el tren se movió con brusquedad, Marta se desestabilizó y Leire tuvo que sujetarla de un brazo y atraerla hacia sí para que no se golpeara contra la barra. Recuperó la posición enseguida, pero Leire tardó unos segundos más de los necesarios en soltarla; después, como si una corriente eléctrica hubiera desencadenado algún cortocircuito en el ambiente, se separó con violencia.
- ¿Por qué me has empujado?
- No te he empujado.
En la cara de Marta se dibujó un gesto de incredulidad y Leire pareció decidida a sabotear el viaje:
- Espero que mis alumnos no vean en el programa.
- ¿Qué malo tendría que te vieran?
Leire no respondió, se mostraba ofendida por algo inasible, abismada en sus demonios.
- Si no querías venir, no haber venido- le reprochó Marta.
- Sí quería venir.
- No es verdad. Vives pendiente de lo que piensen los demás.
Marta se dio media vuelta y salió del vagón cafetería sin mirar atrás. Regresó a su asiento, se emboscó en la pantalla del móvil y no volvió a dirigirse a Leire, que estaba comida por los nervios, hasta que ya por la noche llegaron a Barcelona, y tras cruzar el enorme vestíbulo de la estación de Sants, anunció:
-Voy a quedarme en casa de una amiga. Aprovecha tú el hotel.
La habitación era pequeña, aunque funcional, y estaba limpia. Leire se tiró sobre una de las dos camas y permaneció unos minutos mirando al techo. Escribió de manera incontrolada varios mensajes a Marta y no obtuvo respuesta. Encendió la televisión para que el sonido que salía de la pantalla la ayudara a sentirse menos sola. Era consciente de que debería cenar algo, pero decidió no bajar porque quería estar allí cuando llegara Marta; estaba convencida de que cuando se le pasara el enfado, volvería. Transcurrieron unas horas que se le hicieron eternas y ya de madrugada, en el centro de la noche, asumió que no regresaría y comenzó a dolerle el estómago. Se desvistió, se puso una camiseta cómoda que usaba para dormir y se tumbó boca abajo. En algún momento, se debió de quedar dormida, pero el hambre la despertó muy pronto y enseguida la tristeza se adhirió a su conciencia.
El público se reía en el plató, pero Marta comenzó a hipar y un llanto silencioso se apoderó de ella
Salió del hotel y, al poco, desembocó en La Rambla. Los comercios y los kioskos de flores aún estaban cerrados y la ciudad se desplegaba irreal ante ella. No era capaz de situarse, solo sabía que el mar estaba de frente. Se acordó de un personaje de 'Sin noticias de Gurb' que se había establecido en Barcelona creyendo que había ido a parar a San Francisco, y que cada noche, al cerrar su restaurante chino, salía a buscar, sin éxito, el Golden Gate. Al menos, ese personaje, un héroe de la obstinación, tenía un rumbo. Cerca del Museu Maritim, encontró por fin un bar abierto y allí se comió un bocadillo de tortilla reseca. Después, siguió caminando y llegó a la Barceloneta. Miró, por supuesto, al mar y pensó que se había escrito demasiado sobre las olas, sobre el salitre, sobre la espuma, porque en todos los sitios el mar era, más o menos, igual. Revisó la hora en el teléfono móvil y, aunque no había enunciado previamente la idea de mantener el plan preestablecido, se giró para buscar un taxi que la llevara a Sant Cugat del Vallés.
- Vengo de público al programa de Marc Giró.
Al pronunciar esa frase su tristeza se intensificó. El vigilante le pidió la documentación, se la pasó a un compañero que estaba dentro de una garita y que hizo un par de llamadas. Al cabo de un rato, el vigilante se le acercó de nuevo.
- Espere aquí, ahora vendrán a por usted.
Acompañada de una chica vestida de negro que le afeó que hubiera llegado hasta allí por su cuenta y no con el resto del grupo, atravesaron grandes pasillos, dejaron atrás una nave en la que se amontonaba lo que Leire supuso que eran los restos del decorado de viejos programas y se acordó de 'El planeta de los simios'. La chica abrió una puerta hermética y le indicó que ocupara uno de los asientos de la grada.
- El resto no tardará en llegar.
- No sabía dónde nos recogía el autobús- trató de disculparse, pero la joven no la escuchó.
La iluminación era muy tenue, pero se apreciaba perfectamente la mesa en la que el presentador hacía las entrevistas y el sofá en el que se acomodaban los invitados, y aunque el plató le resultó más pequeño de lo que esperaba, el momento le resultó relevante. Imaginó que las personas que visitaran el Congreso de los Diputados se sentirían igual al estar aquel espacio que tantas veces habían visto por la televisión.
La puerta del Estudio 5 se abrió y un nutrido grupo de personas entró en el plató. Pronto descubrió a Marta, que caminaba seria hacia las gradas. Leire agitó la mano, Marta la vio, pero giró la cabeza. Los focos se encendieron, no debía de quedar mucho para que la grabación comenzara. De forma inesperada, Marta se detuvo, miró hacia el suelo, hizo un gesto de negación con la cabeza, se dio la vuelta y, sin decir nada, se sentó junto a Leire, que sonrió al tenerla al lado.
Marc Giró salió al escenario: el pelo rubio perfectamente peinado, el traje impecable, ese aire de señor germánico y antiguo. El monólogo había comenzado. El público, animado por un regidor, se reía de todas las ocurrencias, pero Marta, ajena a lo que pasaba en el plató, había comenzado a hipar y al poco un llanto silencioso, pero incontrolable se apoderó de ella. Leire la tomó de la mano:
- No llores, bonita -le susurró- , que ya hemos venido de público al programa de Marc Giró.
Marta asintió y fue capaz de sonreír, a pesar de que seguía llorando. Leire se giró hacia ella, le retiró el pelo de la cara, la contempló durante unos instantes, y la besó justo en el momento en el que Giró había terminado su monólogo y la banda comenzaba a tocar. Cuando sus bocas se separaron, Leire miró hacia el frente y se percató de que una cámara las había estado enfocando. En ese momento, deseó con fuerza que sus alumnos, sus padres, sus jefes, vieran el programa. Ambas respiraron, se recompusieron y empezaron a prestar atención al entorno que las rodeaba. Por fin estaban donde tenían que estar.
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