Patrona del 'arte degenerado'
Peggy Guggenheim aprovechó la Segunda Guerra Mundial para lograr a precio de saldo obras de los mejores artistas de vanguardia
IRATXE BERNAL
Sábado, 18 de agosto 2018
Peggy decía que era pobre. Claro que se comparaba con el resto de los Guggenheim y visto así… Sin embargo, aquella quizá modesta fortuna prematuramente heredada bastó para que su audacia y su gusto crearán una colección indispensable para entender el arte del siglo XX y que hoy puede contemplarse en el museo veneciano que lleva su nombre.
La pobre Peggy recibió en 1919, al cumplir los 21, su parte de la herencia paterna: una renta anual de 22.500 dólares, que hoy serían algo más de 300.000. Era lo que esperaba para escapar de los cánones de las ricas familias judías de Nueva York. Ya había dado un primer paso al buscar empleo en vez de marido y empezar a trabajar en la librería vanguardista de uno de sus tíos, el escritor Harold Loeb. Allí comenzó a interesarse por las novedades artísticas que llegaban de Europa, adonde la llevó el segundo paso.
En sus memorias dijo que lo que de verdad quería hacer al llegar a París era perder la virginidad. Casi ni importaba con quién, lo que agradeció Laurence Vail, un aspirante a artista y escritor que no puso reparos a recrear con ella todas las posturas de los frescos eróticos de Pompeya. Fue el primero de los más de 400 amantes con nombre y apellido que reconoció. El día que se presentó en el hotel de Vail con las reproducciones pompeyanas bajo el brazo, descubrió cuánto le gustaba el sexo y lo distanciado que podía estar de cómo lo entendía, al menos oficialmente, su entorno social. Luego había que cambiar de entorno.
La fundación de su tío Salomon criticó que utilizara el apellido para «promocionar la mediocridad»
Ahí nació la fama de promiscua que le restó credibilidad en algunos círculos artísticos pero de la que incluso alardeaba. «¿Cuántos maridos ha tenido?» «¿Míos o de otras?» Dicen que así compensaba la inseguridad que le causaban la orfandad y su físico, sobre todo después de una fracasada operación para arreglarse la nariz. Pero Peggy no buscó nunca excusas. El sexo era un disfrute del que no se cansaba. Y punto.
Vail también fue su primer marido y quien la introdujo en la bohemía parisina de James Joyce, Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Ezra Pound, Djuna Barnes, Marcel Duchamp, Pablo Picasso, Man Ray, Berenice Abbott, Isadora Duncan… Algunos de ellos son los primeros en recibir su ayuda, aunque más para salir de apuros que como mecenazgo. Los más queridos incluso se instalaban con la familia en su casa de campo en Pramousquier, en el sureste de Francia, donde el matrimonio se estableció tras el nacimiento de sus dos hijos, Sindbad y Pegeen.
En sus memorias reconoció haber tenido más de 400 amantes, en su mayor parte, artistas
En 1928 conoce a John Holms y se separa de Vail. Cambia a un aspirante a escritor con la mano larga por otro que bebe. El divorcio es amistoso. Y salomónico: él se queda con Sindbad y ella, con Pegeen. Seis años después, Holms muere tras una caída de caballo, aunque Peggy apenas le llora porque ya tenía sustituto: Douglas Garman, otro aspirante a escritor con quien vive dos años, hasta aburrirse de sus soflamas marxistas. Le siguen nueve meses de ni sí ni no con Samuel Beckett, que la engañaba con cualquiera y al que ella engañó con Yves Tanguy. Con 39 años rompen definitivamente y ella para, recapacita y decide volver a independizarse. Esta vez de las relaciones envenenadas. Cama sí, pero casa no. Y para dejar de ser la 'mujer-mecenas de' se reivindicará trabajando.
Sus amigos, todos escritores o artistas sabedores de que acaba de heredar otro medio millón de dólares de su madre, la animan a abrir una editorial o una galería. Opta por lo segundo convencida de que sería más barato y se pone en manos de Duchamp, que afina su gusto y se convierte en el asesor de la Guggenheim Jeune, galería inaugurada en Londres en 1938 con una muestra de Jean Cocteau.
Se especializa en el surrealismo, el cubismo y el arte abstracto, por lo que le toca enfrentarse al 'establishment'. Pero pelea bien. Para una de las muestras, Duchamp le envía obras de Brancusi, Arp y Calder que en la aduana no consideran arte, por lo que piden aranceles. La Guggenheim pobre se niega a pagar y exige la opinión de un experto. El marrón le cae al director de la Tate, James Mason, que da la razón a los aduaneros. Peggy no ceja hasta llevar el asunto a la Cámara de los Comunes, donde reconocen el valor de las obras y piden el cese de Mason.
Pero la galería era tan ilusionante como ruinosa. De hecho, un poco por subir la autoestima de algunos de los artistas y otro porque pareciera que de verdad vendía, en cada exposición realiza compras anónimas, costumbre de la que surge la colección. En 1939 se cansa de perder dinero y decide abrir un museo. Le propone la dirección al crítico y ensayista Herbet Read, que redacta una relación de imprescindibles después completada por Duchamp y Nellie van Doesburg. El museo tendría su sede en la plaza Vendôme de París, adonde viaja Peggy con la lista de la compra.
Allí le sorprende el estallido de la Segunda Guerra Mundial, que echa por tierra los planes pero abarata muchísimo la adquisición de unas obras que los nazis consideran «arte degenerado». Pero hay que darse prisa. Se propone comprar una al día, consciente de que a medida de que Hitler gana terreno son más los pintores, escultores y galeristas que necesitan dinero para huir y quieren dejar su trabajo en manos de quien lo valora. Braque, Matisse, Miró, Gris, Chagall, Klee... Todo de rebajas. En total gastó 70.000 dólares en medio centenar de obras que el Lovre no consideró dignas de sus sótanos y escondió en el granero del castillo de un amigo.
Regreso a Nueva York
Con los nazis casi en París marcha a Marsella para reunirse con sus hijos, Vail, la nueva mujer de éste –la escritora Kay Boyle– y el que sería su siguiente marido, Max Ernst, que ya había sido detenido y pidió ayuda a cambio de cuadros. Allí estuvieron hasta que los alemanes ordenaron reagrupar a los judíos. Era hora de regresar a casa sin más entretenimiento que ordenar el traslado a Nueva York de la colección embalada como menaje de hogar.
En 1942 abre su segunda galería, Art of this Century, donde exhiben sus amigos exiliados junto a los jóvenes Pollock, De Kooning, Rotko, Kahlo, Warhol o Motherwell. Esta vez tiene éxito, pero echa de menos Europa.
Terminada la guerra y de nuevo desengañada –Ernst, se ha ido con Dorothea Tanning, y su sustituto, Kenneth MacPherson resultó ser gay–, Peggy mueve hilos para que la inviten a la Bienal de Venecia de 1948, con lo que logra hacer la mudanza sin pagar el 3% del valor de la colección que le exige el Gobierno italiano. Allí compra el Palazzo Venier dei Leoni, en el mismísimo Gran Canal, que será su residencia-museo durante 30 años, hasta su muerte en 1979. Lega la colección a la fundación de su tío Salomon Guggenheim, la misma que en 1939, tras una muestra de Kandinsky, le reprochó utilizar el apellido familiar «para promocionar la mediocridad, por no decir basura».
Su fortuna
Marguerite 'Peggy' Guggenheim (Nueva York, 1898-Venecia, 1979) era nieta de Joseph Seligman, un magnate de la banca, y de Meyer Guggenheim, que había forjado un imperio con la metalurgia. De los diez hijos de este, solo algunos heredaron su olfato para los negocios. Salomon, creador de la fundación que trajo el apellido a Bilbao, era uno de ellos. Benjamin, el padre de Peggy, no pertenecía a ese grupo. Era además un vividor que con la excusa de buscar inversiones se fue a París, donde derrochó su fortuna. Su familia lo supo cuando se hundió el 'Titanic'. Peggy y sus dos hermanas descubrieron que además de huérfanas eran las Guggenheim pobres; su padre había dilapidado en cuatro años lo que hoy serían 200 millones de dólares.
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