El Mar de la Tranquilidad
Agustín desconcierta a todos en el pueblo con su actitud, incluso a su madre. Pero ella empieza a entender cuando le ve dibujando en la arena mojada
Laura Piedra
Viernes, 1 de agosto 2025
Había terminado el verano. Se notaba en el ambiente, en la temperatura, pero sobre todo en esa luz del atardecer que tiene septiembre cuando otoñea. Catalina miraba por el ventanuco de la cocina mientras pelaba unas patatas para la cena. En la playa, sentado en la arena frente al mar, su hijo Agustín observaba fijamente las olas. Ella, que no tenía tiempo para contemplaciones, no podía dejar de mirarle y hacerse preguntas. No entendía qué le ocurriría al niño, pero sí tenía claro que todo era por su culpa.
Ya se lo decía su madre: «Catalina, hija, lo tuyo es la casa, la conservera, el niño, y rezar, sobre todo rezar». Y ella, que se sabía responsable, llevaba con resignación la carga y la certeza de que no había hecho bien las cosas.
Con un matrimonio más o menos apañado y un hijo que tardó en llegar, se le habían pasado los mejores años, porque aunque los tiempos de su juventud tampoco fueron fáciles, ahí no tenía que preocuparse por nadie. Trabajaba tan duro en la fábrica que luego caía rendida. Y así un día tras otro, hasta que la vida la atrapó de una manera cruel y cruda en un hogar infeliz del que solo escapaba a ratos mirando por el ventanuco de la cocina.
Las burlas de los niños y la incomprensión e intolerancia de muchos padres habían animado definitivamente al maestro del pueblo a hablar con Catalina. El hombre, que se postulaba como un erudito con una gran vocación, en el fondo era un cobarde que huía de los conflictos como alma que lleva el diablo, así que le costó mucho invitarla a que dejara de llevar a su hijo a la escuela. Lo hizo excusándose y justificando su falta de humanidad con una falsa empatía. No es que creyera como la mayoría que Agustín era tonto, pero sí un niño raro y desconcertante, que les sacaba a todos de sus casillas con esa actitud ausente y desobediente. Llevaban poco tiempo de clase y en el colegio habían llegado a la conclusión de que no merecía la pena tanto esfuerzo para nada. Estaban convencidos de que en casa, o recluido en una institución adecuada, Agustín ya no sería un problema.
Ella había dejado temporalmente su trabajo en la conservera hasta ver cómo se organizaban. Con la falta que les hacía ese dinero, que tampoco era mucho ni una cantidad fija, porque dependía de las costeras. Si había mala mar cosía redes, o se buscaba el pan en la cocina de algún restaurante del puerto.
Por primera vez en años tenía que enfrentarse al problema del que no se podía hablar en casa. Un mal día su marido le prohibió terminantemente tocar el tema. Y así se había instalado entre esas paredes, además de la negación y la tristeza, el silencio más absoluto. «Los niños son altos y bajos, delgados y gordos, listos y tontos, y a nosotros nos ha tocado este», decía alterado, «no le des más vueltas mujer y confórmate. Ni rezos, ni médicos, ni hierbajos cambiarán las cosas. Ahorra el dinero de velas y misas que no sirve para nada».
A veces pensaba que la falta de comunicación y afecto en su matrimonio se había contagiado al desarrollo normal y afectivo de su hijo. Otras, que era la ira de Dios, que, en su despiadada justicia, la castigaba por no acudir a los oficios religiosos como debía, o incluso por la soberbia de haberle puesto al niño un nombre que no le correspondía según el santoral. Agustín había nacido el 24 de junio de 1961, un feliz sábado de verano de hacía siete años, que no olvidaría nunca a pesar de los terribles dolores. Día de San Juan para más señas, ya que el parto coincidió con la quema de una hoguera en la plaza del pueblo en la que los vecinos aprovecharon para echar al fuego viejos trastos.
Pero ella, quizás influenciada por la revolución hormonal, decidió bautizarlo con el nombre del protagonista de una película que la entusiasmó en sus años mozos. Y eso, ya lo decía su madre, también era pecado.
¿Cómo era posible que su pequeño de siete años, un milagro de la vida, fuera incapaz de devolverle una sonrisa a ella que era su madre, o de responder a sencillas preguntas como hacían otros niños? Necesitaba respuestas para salir de su mar de dudas, esas concesiones que a veces nos hace el destino de alguna manera, cuando no tenemos a alguien cerca que pueda aligerar la tormenta que llevamos encima.
Hasta que entendió de repente, frente a su reflejo en la ventana, que la religión a la que llevaba toda la vida aferrada ya no le servía, y que tampoco le importaba la renuncia a una fe llena de estrecheces, silencios, oraciones y miedos. Necesitaba dejar atrás todo y reaprender a vivir con otros principios, no se podía rendir. La mujer que lloraba para adentro, que no se metía con nadie y se lamía sola las heridas, estaba siendo juzgada como mala madre porque su hijo entendía el mundo de otra manera.
Hacía unos días que Agustín no asistía a clase y había creado nuevas rutinas que seguía a pies juntillas, como todo lo que hacía. A pesar de su imagen de vulnerabilidad, tenía una enorme fuerza vital. Se manejaba con orden y disciplina medida al milímetro, no cabía la anarquía en sus movimientos. Era muy inteligente y aprendió a leer antes de lo normal. Se pasaba las horas viendo libros sobre fondos oceánicos, peces, lunas y mareas. Unas veces se mostraba tranquilo y sereno, otras inestable y revuelto, lo mismo que ese mar con el que sentía una conexión especial. Ambos albergaban un mundo interior muy rico y complejo.
En la playa el enigma del niño se resolvía viéndole en la orilla, caminando y dibujando figuras sobre la arena húmeda para sentarse y esperar después frente a las olas. Allí su personalidad fluía de forma natural, no tenía que fingir unas emociones que no sentía, y esa estampa que su madre no acababa de entender la tenía cautiva.
Al principio pensaba que tener un hijo sin conversación ni sonrisa podía ser relativamente normal, porque aún era pequeño. Que no mostrara interés por los juegos de sus compañeros podía obedecer a que no tenía hermanos y se refugiaba en sus propios entretenimientos. Pero ahora veía que Agustín era como una puerta sin llave, tras la que se ocultaban movimientos y lenguajes secretos que la desconcertaban. Aunque estaba segura de que con paciencia y cariño lograría llegar a él, con esa manera de querer que no necesita palabras ni explicaciones.
Ella, que se conocía mejor que nadie, sabía que era una buena mujer aunque con bordes ásperos, y que su marido tampoco era una mala persona, pero sí pecaba de rudo y reservado. Un pescador hecho a sí mismo, con salitre en las venas y las carencias emocionales de la sociedad que le había tocado vivir.
Sin fe y sin marido recordaba ahora las palabras de la matrona que la atendió en el parto: «No olvides nunca, Catalina, que las madres alumbran hijos y caminos, y que si se tuerce cualquiera de los dos solo ellas serán capaces de enderezarlo». Tanto si fue una profecía como si fue un sabio consejo, el recuerdo la espabiló. Se quitó el delantal y bajó a la playa.
Su pequeño había dibujado un rectángulo perfecto en la arena húmeda, una especie de red imaginaria que las olas iban desdibujando en cada acometida hasta hacerla desaparecer mientras la marea subía lentamente. Era entonces cuando Agustín recogía de ese punto estratégico lo que la corriente sacaba a sus pies. Ella comenzaba a entender y encontrar significado a los patrones que daban sentido a la nueva existencia de su hijo. Comprobó durante días cómo en función de las mareas el niño seguía un plan, caminaba por el arenal hacia la orilla y comenzaba su ritual. Dibujar y esperar paciente su regalo.
El primer día les sorprendió la llegada de una caracola que su inquilino abandonó al morir. Otro fueron unas algas tejidas en diferentes tonalidades verdes y con un intenso olor a sal; el tercero, extrañamente en unas aguas tan frías, les visitó una medusa con forma de sombrilla y cuerpo gelatinoso. Una tarde les asombró recoger una tabla descolorida con dos letras que eran parte de un texto más largo, probablemente de algún barco hundido. Pero también había días que la pleamar no dejaba nada. Esos eran los más tristes, cuando regresaban a casa con las manos vacías. Ėl, que atesoraba con pasión lo que el mar caprichosamente desechaba, se cerraba en sí mismo como en una concha de armadura perfecta sometida a la fuerza y capricho del océano.
Recién estrenado el otoño se instauraron así unos románticos diálogos con el mar. Madre e hijo pasaban las horas juntos sentados en la arena, acompañados por el sonido imponente y bravío del Cantábrico, el viento del norte y la inestimable supervisión de unas gaviotas patiamarillas que estaban de paso y paraban a acicalarse y observar cómo avanzaba el juego que ahora daba respuestas a sus dudas.
Una de esas noches en las que ella estaba concentrada en poner orden a sus pensamientos, y ya había decidido visitar a un buen médico para que le explicara qué le pasaba al niño, de repente, las voces de su marido la sacaron de sus reflexiones. Él, preso de un ataque de risa, gesticulaba y hablaba a gritos con la chica del telediario que sin inmutarse desde la pantalla contaba que los americanos y los rusos habían iniciado una carrera espacial sin precedentes para ver quién llegaba antes a la superficie lunar. Mientras miraba como su esposo se reía de la ignorancia de la presentadora «por contar semejantes barbaridades·, Catalina tuvo la absoluta certeza de que el hombre pronto llegaría a la Luna.
PD: Lo que en ese momento desconocía era que los americanos llegaron primero, y que el 'Eagle' alunizó en el Mar de la Tranquilidad el 20 de julio de 1969. Por esas cosas del destino, para esas fechas ya le habían puesto un nombre a lo que le ocurría a Agustín, y eso a ella la hacía sentir que también vivía en el Mar de la Tranquilidad.