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Retrato. Anita Berber bailaba, actuaba y ejerció de modelo. Murió con solo 29 años.
Lecturas

La bailarina del escándalo

Anita Berber rompió todos los moldes en la Alemania de los años veinte con sus provocaciones en escena y su estilo de vida

IBON ZUBIAUR

Sábado, 19 de agosto 2017

Cuando esta mujer baila sus bailes del vicio, del horror y la locura, se baila a sí misma. Lo que muestra a los espectadores en su deslumbrante desnudez no es fantasía, sino su personalidad más íntima. Fascina con el ritmo de sus movimientos, con la elasticidad de pantera de su cuerpo clásico y hermoso, y la expresión del rostro y la rareza de sus ojos suscitan en el espectador admiración o espanto, según su estado anímico. Su estilo de vida, salvaje y pernicioso, ha desfigurado sus rasgos hasta hacerlos parecer la mueca de una calavera. El maquillaje marmóreo con el que brinda a su rostro, sobre el escenario y hasta a pleno día, esa expresión anémica, magnifica el efecto. Pero en sus ojos brillan el crimen y la locura… Ésa es Anita Berber.»

El autor de estas líneas era un marido despechado, pero su semblanza caracteriza plásticamente al personaje. Anita Berber murió joven, a los 29 años, víctima de múltiples excesos. El nazismo y la pudibunda restauración adenaueriana condenaron al olvido a quien fuera una estrella del cine y el espectáculo (y de la prensa amarilla) en la época de Weimar. Desde los años 80 se viene recuperando su figura, sobre todo gracias al historiador del arte Lothar Fischer: su más reciente biografía, profusamente ilustrada (‘Anita Berber. Ein getanztes Leben’, 2014), brinda un retrato caleidoscópico de la artista (hay también otra, más sensacionalista, de Mel Gordon: ‘The Seven Addictions and Five Professions of Anita Berber’, 2006).

Anita Berber nació en Leipzig el 10 de junio de 1899, hija de un gran violinista y de una cantante de cabaret. Crece con su abuela en Dresde, en un ambiente acomodado; desde 1912 asiste allí a una escuela de danza entre cuyas alumnas se contaban también Grete Wiesenthal y Mary Wigman. Con la Primera Guerra Mundial, la abuela y ella se trasladan con su madre a Berlín. A los 16 años, Anita se inscribe en la famosa escuela de ballet de Rita Sachetto; sus compañeras la recordarán espontánea y desinhibida, con un carisma similar al que tendría décadas después Marilyn Monroe. Tutea a todo el mundo, algo inaudito en la Alemania de la época y que amplificará el escándalo cuando haya de vérselas con la policía y otros guardianes del orden. Se gana el favor del público y de la crítica con sus actuaciones, desde marzo de 1917 (aún no ha cumplido 18 años) como solista. También empieza a ser muy solicitada como modelo, sobre todo de sombreros. Pronto inaugura su lista de amantes con un conocido de sus padres treinta años mayor, el dramaturgo Karl Walter.

Leni Riefenstahl la admiraba sin reservas: «Su cuerpo era tan perfecto que su desnudez nunca resultaba obscena»Fue una estrella del cine y el espectáculo en la República de Weimar

Sus ingresos le permiten mudarse a un hotel, desde donde asiste a la revolución de noviembre y al final de la guerra (se suma a las manifestaciones con abrigo de pieles, para entusiasmo de los obreros). Entre sus múltiples pretendientes, elige para casarse a un gran partido, el acaudalado Eberhard von Nauthusius. Como bailarina es una estrella; la crítica ensalza su estilo «salvaje y pasional», aunque pronto la acusarán de no ser lo suficientemente natural. En la escuela de Helene Grimm-Reiter desarrolla un programa nuevo y su propio código de notación. Coincide allí con Leni Riefenstahl, que la admira sin reservas: «Su cuerpo era tan perfecto que su desnudez nunca resultaba obscena. La observaba a menudo ensayando y conocía cada uno de sus pasos, de sus movimientos. Si estaba sola, trataba de imitar sus bailes. Pronto iba a resultar mi mayor suerte.» Anita enferma de gripe justo antes de una función y Leni debuta con éxito sustituyéndola (una lesión truncará su carrera como bailarina; en cambio triunfa como actriz, fotógrafa, y la gran documentalista del nazismo).

En 1920, en el ‘ballet de la belleza’ de Celly de Rheidt (el eufemismo alude a la ausencia de ropa), Anita conoce a Sebastian Droste, talentoso y morfinómano hijo de un magnate judío, que la inicia en Baudelaire y en las drogas. Serán la pareja de bailarines más sonada de los años de la inflación, con sus coreografías mórbidas que exhiben sus cuerpos altos y delgados. Anita rompe frontalmente con el canon rubensiano; su rostro anguloso, empolvado de blanco para contrastar drásticamente con el maquillaje, parece hecho a propósito para el emergente cine mudo. Entre 1918 y 1922 rueda dos docenas de películas, sobre todo con Richard Oswald (y con la crème de la crème de los actores: Conradt Veidt, Hans Albers, Paul Wegener). Su fama de impuntual y poco fiable le pasa factura: Fritz Lang no se atreve a darle el papel de la protagonista en ‘El doctor Mabuse’, y Anita sólo dobla las tres escenas de baile.

Anita Berber

Continuos arrestos

En 1922 se divorcia de su marido y se va a vivir con su amante Susi Wanowski, ex-esposa de un alto funcionario de la policía y la única persona con cierto ascendiente sobre Anita. En Viena inicia un romance con la baronesa Leonie von Puttkamer e invita a sumarse al marido de ésta, que acusa a Leonie de envenenarlo con arsénico y a Anita de instigarla (nos dejó la semblanza de la bailarina con la que se abría este artículo). La turné de Berber-Droste en la ciudad es un escándalo continuo: Sebastian es denunciado por estafas varias, y Anita incumple cada noche su contrato de exclusividad bailando en locales distintos. Arrestada una y otra vez, disfruta montando escenas en comisaría, y el público acude en masa a sus veladas, atraído por la sensación. En enero de 1923, Droste es detenido y expulsado del país; Anita se lía a tortazos con el portero del local. Cuando dos policías acuden a su hotel para notificarle su expulsión, los recibe completamente desnuda y destroza el documento, lo que no impide que la deporten (supuestamente por «profanar la música de Beethoven»). Después de sablear a su padre y falsificar su firma, Droste huye con las joyas de Anita a Nueva York, donde funda con unos cuantos hijos de millonarios un Club Against Parents y lleva una vida bohemia de impostor. Acabará regresando tuberculoso al hogar paterno para morir en 1927, con sólo 29 años (Anita, en plena decadencia para entonces, declarará que nunca había conocido a un personaje tan extraordinario y que «nadie llevará jamás una vida tan febril, vertiginosa y ávida como la que llevamos cuando bailábamos juntos»).

De vuelta en Berlín, Anita disfruta de su apogeo. Su impacto como modelo es tal que las jóvenes empiezan a vestirse ‘à la Berber’; su smoking en ‘El doctor Mabuse’ crea escuela. Continuamente aporta extravagancias: será la primera en llevar una cadenita de oro en el tobillo o el ombligo maquillado. La moda de tener un monito como mascota no la inventa ella, pero sí la variante de llevarlo en el escote; un gélido día de invierno lo tapa tanto que el pobre animal se ahoga, para desconsuelo de la artista. En 1925, Otto Dix le dedica un retrato espléndido, ceñida por un ajustado vestido rojo que resalta sus curvas y su rictus alucinado. Los nazis lo confiscarán como ‘arte degenerado’ y tratarán de subastarlo en Suiza; sólo en 1963 podrá recomprarlo el pintor (actualmente se exhibe en su amplia colección de Stuttgart).

En 1923 desembarca en Berlín el bailarín americano Henri Châtin Hofmann, una especie de versión limpia de Sebastian Droste. Anita se queda prendada de él: se casan al año siguiente y forman nueva pareja artística con el programa ‘Bailes del erotismo y el éxtasis’ (cuyo punto culminante es un vals de Brahms). Aunque la policía vigila sus actuaciones para controlar su exiguo vestuario (y dispone que estén totalmente cubiertas las nalgas de Henri y el pubis y los pezones de Anita, lo que no siempre era el caso), la pareja prosigue sus giras. En Zagreb ella es detenida por ofensas al rey serbio, en Praga monta una trifulca tras escupir a un espectador que la emplazaba a desnudarse.

Dueña de su cuerpo

Aunque su fama atrae a todo tipo de admiradores sexuales, la gran provocación de su desfachatez consiste en dejar claro que su cuerpo es sólo suyo y que hace lo que se le antoja (se decía que era frígida, y que si se acostaba con cualquiera es porque el sexo le era indiferente). Era capaz de reventarle una botella de champán en la cabeza a algún espectador maleducado y morderle en el dedo a quien la señalaba por la calle. Sabía que era una cocainómana desbocada, pero también se tomaba del todo en serio como artista, y despreciaba a un público que sólo acechaba su desnudez sin saber apreciar su danza («¡Delante de esos cabrones tengo que bailar!»). Pero los excesos van haciéndose notar (antes de cada actuación, mientras se maquilla, se bebe al menos una botella de coñac), y su prestigio mengua mientras la prensa sigue cebándose con sus escándalos.

Después de refugiarse un tiempo en el Instituto para el estudio de la sexualidad de Magnus Hirschfeld (presumirá de haberse acostado también con el famoso médico, líder del movimiento homosexual), busca un nuevo comienzo en una gira con Henri por el Oriente Próximo. En Damasco, de un día para otro, decide dejar de beber; su cuerpo no asume la súbita abstinencia, ni le favorece el clima tropical. El 13 de julio de 1928 se desploma sobre el escenario; le diagnostican tuberculosis. La repatriación consume los ingresos de la gira y no llega más que hasta Praga; sólo colectas de amigos permiten su traslado hasta Berlín. Ingresada en el hospital de Bethanien, fallece el 10 de noviembre. Hubert von Meyerinck cuenta que aún quiso maquillarse para la muerte: «Que el tipo me encuentre guapa».

A su entierro, el día 14, acuden (según su primer biógrafo Leo Lania) «notables directores de cine junto a las rameras de la Friedrichstrasse, chaperos y hermafroditas de El Dorado, artistas famosos junto a barmans, caballeros de chistera junto a los travestís más conocidos de Berlín». La prensa le dedica largas necrológicas, entre las que destaca este homenaje del crítico Hans Feld: «La generación de Anita Berber fue la vanguardia. Ellos fueron los primeros en introducir un soplo de aire fresco en el hogar burgués. Sin haberse asentado, fueron los primeros en luchar por el derecho a vivir su propia vida, y lucharon por nosotros. No podemos reprocharles que después echaran a perder su propia vida, nosotros que asumimos el combate encima de sus hombros y lo proseguimos bajo circunstancias incomparablemente más favorables».

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