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Una de las más de 150 fotografías de Peter Hujar que se exponen en la sede de la Fundación Mapfre en Barcelona.

Una vida intensa

Una gran exposición en la Fundación Mapfre de Barcelona recupera la obra de Peter Hujar, oscurecida en su momento por autores más mediáticos y revalorizada ahora

BEGOÑA RODRÍGUEZ

Viernes, 21 de abril 2017, 17:48

Que este brillante fotógrafo goce ahora de una fama que se le escapó durante su vida (Hujar murió de sida en 1987) sorprende incluso a aquellos que lucharon durante décadas para rescatar su trabajo de la oscuridad. Pero Peter Hujar está de moda, y la Fundación Mapfre presenta en su sede de Barcelona, a través de más de 150 fotografías, la exposición más detallada hasta la fecha del trabajo del fotógrafo estadounidense, que comprende desde los años cincuenta hasta finales de los ochenta.

Una de las razones por las que se eclipsó su figura, explica Joel Smith, comisario de fotografía en el Morgan Library & Museum, es el gran éxito de otro fotógrafo, Robert Mapplethorpe, que había llegado justo en el mismo momento para llenar un nicho hasta entonces vacío: el del fotógrafo malo que estaba al tanto de todos los secretos del oscuro estilo de la vida gay de aquel entonces. Por ese motivo, resultaba fácil para la cultura dominante pensar en Hujar como el otro, comenta Stephen Koch, director del Archivo Peter Hujar, amigo personal y heredero de su patrimonio. Y, efectivamente, en cierto sentido, durante su vida, y a pesar de que conocía a todo el mundo y fotografiaba muchísimo, el trabajo de Hujar apenas tenía proyección en el mundo artístico del momento, como si él prefiriera aislarse en «la pobreza creativa», como señala Jordi Corominas. Ello le confirió libertad artística, sí, pero al tiempo un aura maldita corroborada por su «escaso interés en publicar y su nula habilidad para establecer relación con marchantes y galerías». Simplemente, «no tenía el talento de Mapplethorpe para promocionarse a sí mismo», comenta Smith.

Sin embargo, la retrospectiva de su trabajo puede cambiar ese panorama. Empieza en la Fundación Mapfre de Barcelona, de ahí pasará a La Haya en julio, a la Morgan en enero de 2018, y terminará ese otoño en el Berkeley Art Museum y Pacific Film Archive. Un catálogo publicado por Aperture acompaña la exposición e incluye ensayos de Joel Smith, el crítico de fotografía Philip Gefter y una anécdota personal de su amigo y poeta Steve Turtell, para quien el éxito de Mapplethorpe provenía del aire amenazador y siniestro de sus imágenes, en el sentido de que representaban el comportamiento sexual en los márgenes de la sociedad dominante de manera realmente directa, «y la gente lo encontraba horroroso», señalaba Gefter.

El trabajo de Hujar toca más desde un punto de vista emocional y se convierte en «psicológicamente» peligroso en el hecho de que exploró territorios más íntimamente incómodos. Además, y a nivel ahora puramente técnico, según la crítica especializada, una diferencia clave es que imprimió su propio trabajo, mientras que Mapplethorpe no lo hizo. Ambos exploraron temas relacionados con el deseo gay del varón, pero las impresiones de Mapplethorpe son tan chocantes como su tema, con puntos culminantes en sus penetrantes contrastes de luz y en la intensidad de sus ricos tonos negros. La provocación de Hujar, sin embargo, radica en sus medios tonos. Si la fotografía es la de un hombre en medio de un orgasmo o un montón de hierba en Port Jefferson, lo que realmente llama la atención no es la circunstancia en sí, el momento, sino la habilidad de Hujar para lograr una luminosidad impactante: «El medio-tono no siempre es bonito, se trata del lugar psicológico y emocional», dice Gary Schneider, quien ahora imprime el trabajo de Hujar. «Se vuelve más oscuro en el gris, por lo que estás un poco atascado emocionalmente cuando estás mirando la imagen».

Una de sus fotografías más famosas es de Candy Darling, un icono transexual del estudio de Andy Warhol, en su lecho de muerte. Hujar podría haberse concentrado en el cáncer que estaba matando a Darling el travestido más famoso de aquel tiempo o en la terrible enfermedad dominando la escena, o podía haber puesto el énfasis en el resplandor natural y ya de por sí brillante del hospital blanco. En cambio, como señala Gefter en su ensayo, Hujar eligió tomar un retrato «imbuido del glamour de una película muda de Hollywood». Para destacar su forma de trabajar, baste decir, como Arthur C. Danto anotó en su ensayo de 1998, The Naked Truth, que frente a la belleza dramática de una imagen en un elegantísimo y muy simbólico contraste en blanco y negro de Hujar, la imagen de Richard Avedon muestra a Candy Darling en lo que Danto llamó un «cuadro agresivo», y que puede resultar incluso desagradable visualmente. Avedon eligió a algunos hombres para que posaran desnudos y a otros que aparecerían vestidos, como todas las mujeres de la composición a excepción de Candy Darling, que con su cabello largo se agrupa con los hombres desnudos, «de manera que su sexo queda totalmente revelado» y, de algún modo, la escena destila una inadecuada intromisión en la privacidad de una persona a punto de morir.

Hujar, cuenta Koch, sabía que era bueno, sabía que su trabajo era importante: «En algún lugar de él tenía una profunda confianza en lo que estaba haciendo». Como explica Corominas, el estadounidense fue un fotógrafo vocacional. Su mirada está marcada por el hecho fundacional de su biografía. «Sus padres le abandonaron y desde entonces navegó solo por la existencia, empecinado en plasmarla para comprenderse mejor». De manera que sus instantáneas beben de esa búsqueda interior, un intento anómalo de reflejarse en otros que en realidad eran «teselas de un mosaico muy intrincado, repleto de malestar, marginación y extrañeza, pesquisas de una radiografía con aliento de muerte».

Corominas lo define como «un analista de lo insólito que está presente pero nadie se preocupa por ver ni plasmar». Sus retratos de animales, por ejemplo, están impregnados de un sentimiento que oscila entre la pena y la empatía. Al conectar con las bestias, estas posaban para la cámara, mirándolo con naturalidad, y lo mismo acaecía con su paisajismo, «repleto de una poesía de la desolación entre ruinas contemporáneas, suburbios enfrentados al centro urbano, o las serenas en su eterno divagar, acero concentrado en la inminencia de su derrumbe y rascacielos compactos que anulan el cielo» para simbolizar con contundencia la pesadilla de esa cárcel esplendorosa en plena decadencia económica y social que era el Nueva York de los años setenta.

Sin duda, la obra del norteamericano trasciende y merece ser reconocida por su habilidad en transmitir con maestría su desazón a quien contempla las imágenes.

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