La voz que derretía las fronteras
Ha muerto, con 46 años, Geoffrey Gurrumul Yunupingu, el más internacional de los músicos aborígenes australianos. Ciego de nacimiento y poco amigo de la popularidad, firmó algunas de las canciones más emocionantes de la última década
A la voz de Geoffrey Gurrumul Yunupingu le bastaban un par de versos para abolir, de manera instantánea y rotunda, todas las reglas que rigen el mercado de la música en estos tiempos de redes sociales y filtros fotográficos. El artista, el más internacional de los cantantes aborígenes australianos, no era exactamente un caramelo para el márketing: con un nombre que exigía cierto esfuerzo memorístico, unas letras interpretadas en las distintas lenguas del pueblo yolngu y una actitud huraña que convertía a Bob Dylan en un encantador relaciones públicas, Gurrumul no parecía el producto más exportable del mundo. Pero empezaba a sonar esa voz de textura mágica y los condicionantes frívolos perdían de pronto toda su importancia: suena a tópico facilón, pero nuestro protagonista –fallecido a finales de julio, con solo 46 años– poseía una de esas texturas vocales que invitan a la metafísica, como si fuese un médium capaz de canalizar las fuerzas misteriosas de la naturaleza y el tiempo.
De alguna manera, sus composiciones pretendían exactamente eso: Gurrumul se ceñía a la cosmovisión tradicional de su pueblo y cantaba a los antepasados, a los animales sagrados, a la tierra y al mar, con melodías melancólicas que suenan a lamento ancestral. El hermético artista de la isla de Elcho, a dos horas de vuelo de la ciudad de Darwin (la capital del poco habitado Territorio del Norte australiano), acabó lanzado a una carrera global que nunca había entrado en sus previsiones e incluso actuó ante espectadores tan improbables como la reina Isabel de Inglaterra o el entonces presidente Barack Obama. En ese éxito ayudó, sin duda, que las canciones de Gurrumul sonaban extrañamente familiares a los oídos del resto del mundo: el apego por su cultura y su entorno era compatible con una formación musical que bebía del gospel aprendido de los misioneros metodistas, del folk estadounidense e incluso de artistas tan inesperados como Dire Straits, que se contaban entre sus favoritos.
Los himnos cristianos fueron, de hecho, la primera música que fascinó a Gurrumul, ciego de nacimiento. Primero se los cantaban sus tías y, más tarde, él mismo se incorporó al coro de la misión. De pequeño, solía hacer ritmos en la playa, golpeando latas vacías, pero con 6 años consiguió su primera guitarra, cordada para diestros: él, zurdo, simplemente le dio la vuelta, y ya siempre tocó con guitarras del revés, al estilo del ‘bluesman’ Albert King. Su carrera profesional arrancó como miembro de Yothu Yindi, un popular grupo liderado por un tío suyo en cuya formación convivían miembros blancos y aborígenes, y más tarde fundó la Saltwater Band, en la que mezclaba la música tradicional de su pueblo con el reggae. Pero la austera desnudez de su primer disco en solitario (‘Gurrumul’, de 2008) descubrió a un artista que parecía moverse en otra dimensión, con su voz y su guitarra subrayadas por los sutiles arreglos de contrabajo de su cómplice Michael Hohnen. El tono de profunda emoción alcanzaba momentos sublimes como ‘Bäpa’, la composición dedicada a su padre.
«Solo quiere tocar»
Dicen que, en la intimidad, el cantante era afectuoso y divertido, pero en los conciertos apenas se dirigía al público (quizá un severo «gracias» al final) y ante los extraños mantenía ese testarudo mutismo, hasta el extremo de que Hohnen solía responder por él cuando algún periodista le interrogaba. «Odia los medios de comunicación. Odia la exposición y la atención. No quiere ser fotografiado ni hablar con nadie. Solo quiere tocar música», resumió en una ocasión el contrabajista, que fundó el sello Skinnyfish junto a un amigo solo para lanzar a Gurrumul en solitario.
El artista arrastraba serios problemas de salud desde niño, cuando contrajo la hepatitis B. Su hígado y sus riñones cada vez funcionaban peor y, en los últimos tiempos, su vida dependía de la diálisis, que le obligaba a quedarse en Darwin, sumido en añoranzas por su isla. Según ha publicado la prensa australiana, en julio Gurrumul dejó de acudir a sus citas con la máquina, a sabiendas de que esa decisión equivalía a una condena a muerte. Su fallecimiento ha traído consigo una especie de nuevo bautismo: entre los pueblos aborígenes, suele ser tabú citar el nombre y difundir la imagen de los difuntos (su familia, de hecho, ha pedido que no se utilicen retratos en los obituarios), así que ahora se refieren a él como Doctor G Yunupingu. En medio de incontables tributos de músicos y políticos, destaca el relato de la pareja de uno de sus compañeros de diálisis: cuando el otro paciente se inquietó durante el enojoso tratamiento, Gurrumul empezó a cantarle desde la cama vecina. «Y qué voz más hermosa, tranquilizadora y espiritual tenía», se asombra aún la mujer.
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